El periodismo es una fuerza de paz que está, sin embargo, en la primera línea de fenómenos de violencia. Asiste a guerras entre naciones y asiste a riñas territoriales entre cretinos de hinchadas futbolísticas. Su universo es amplísimo. Abarca todas las disciplinas del conocimiento.
Se espera del periodismo que narre e ilustre sobre conflictos bélicos. Que informe sobre manifestaciones de inconformismo social que destruyen bienes públicos y privados, y atacan con frecuencia a periodistas, reporteros gráficos y camarógrafos en nombre de causas tan dispares que casi igualan al número de quienes con iracundia las invocan. Que se instale en los escenarios del caso, y relate al instante lo que ocurre en jornadas desorbitadas en Europa, América latina, el Cercano y el Medio Oriente.
Que el periodismo descubra, en zonas de riesgo, el tráfico de drogas y la identidad de traficantes y cómplices, asesinos seriales de la juventud desguarnecida. Que ventile la corrupción pública y la colusión entre funcionarios y sujetos privados. Y que se exponga, no sólo a la diatriba e intimidación de los denunciados, sino a la incomprensión de algún magistrado; y lo más penoso, que ese servicio público lo destine a una sociedad en parte encogida de hombros sobre el contexto que habitarán hijos y nietos.
Javier Darío Restrepo falleció hace poco. Este colombiano fue uno de los periodistas que más luchó por las normas éticas sobre las que se funda el periodismo libre de infecciones que abundan en la política. Restrepo decía que el buen periodista ha de ser, ante todo, buena persona; autocrítico, orgulloso del oficio y con la capacidad de asombro intacta como pedía Kapuscinski: se trata de no dormirse en la rutina.
El destacado intelectual polaco podría haber agregado que sin el sentido del humor que proteja el sistema inmunológico y fortalezca la templanza del ánimo, un periodista, como los de ese elenco admirable de la primera generación consagrada entre nosotros a notas de investigación, se abrumaría por las interpretaciones malsanas sobre la dignidad de la labor que realiza. Por arrojo sereno y discreta elegancia, el buen periodismo se prevalece a menudo, ante la fatuidad provocadora de poderes que lo enfrentan, de algo de la fiesta del toreo. El arte de la verónica.
ADEPA tiene vocación de paz por su disposición solidaria con todos los hombres y etnias; reniega de las discriminaciones. La propaganda de aire guerrero propende a convencer aun al precio de traición a principios morales; el periodismo, en cambio, alienta y premia, como hoy lo hace esta institución de la prensa nacional, el respeto por la sacralidad de los hechos; más que en persuadir, se interesa en que la sociedad sepa lo que tiene derecho a conocer. El periodismo no ignora que en la guerra la primera víctima en caer es la verdad de los hechos. En 2018 fueron asesinados 84 periodistas; hasta mediados de 2019, eran 26 las bajas de colegas a quienes se procuró silenciar.
Se entregan ahora distinciones a los mejores trabajos periodísticos en veinte rangos de un espectro enorme de materias. Actuaron prestigiosos jurados. La superstición por las estadísticas realza en especial esta ceremonia. Es la trigésima vez que se confieren estos galardones en lo que constituye el máximo acontecimiento en su tipo en el oficio que compartimos. Han participado de los concursos 685 periodistas y han sido 1037 los trabajos presentados de medios de todo el país, de la prensa gráfica y de plataformas digitales.
Horas atrás comenzó un nuevo período de gobierno. Los estatutos de ADEPA establecen que su acción propenderá a la defensa de la libertad y de las instituciones democráticas y representativas. Como de estas se espera equidad con todas las corrientes de opinión, señalemos que en 2017 el 54 por ciento de la audiencia de la TV Pública y Radio Nacional se identificó con la oposición al gobierno y el 46 por ciento restante con el oficialismo que cesó anteayer. Es el último año con datos al respecto. En cuatro años más, este tipo de información reflejará cuál ha sido el grado de libertad de expresión y de prensa y qué uso se dispensó a los bienes públicos involucrados.
Los gobiernos tienen deberes que cumplir; también la prensa. Entre sus responsabilidades sociales, como prolongación del hogar y la escuela, la de educar es una de las más nobles. Cuatro miembros de la Academia Nacional de Geografía -Horacio Ávila, René Fortunato, Héctor Pena y Susana Ruiz Cerruti-, en la flamante obra inter académica Educación y Valores han madurado una definición que va más allá del campo minado de nuestra educación pública, a juzgar por las constancias recientes del rendimiento de nuestros chicos en pruebas internacionales. Dicen: «Educar es proveer de una formación adecuada para desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de una persona de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad de su tiempo». He ahí una gran misión para la prensa. Menos periodismo de escándalo trivial, cuyo caudal descerebra, y más periodismo sustantivo y pedagógico que supla carencias elementales en la educación popular.
Prescindamos de anglicismos manoseados, como fake news y lawfare; están sirviendo para barridos y para fregados. El exceso de muletillas ensucia las letras y la conversación; reduce la originalidad e infunde daños endogámicos. Valgámonos en este confín del mundo de la lengua que define nuestra cultura y la vincula, en lo esencial de la especie, con cientos de millones de congéneres. La lengua de Cervantes, la lengua del 25 de Mayo y del 9 de Julio, la lengua de Borges y de nuestras alegrías y pesares colectivos, tiene esplendor expresivo irrenunciable para los argentinos. Aprovechemos su riqueza y distribuyámosla, como parte de la misión periodística, en el fomento más fértil de la igualdad, que es la educación
Ranga Yogeshwar, físico indio, divulgador científico afincado en Alemania, ha denunciado, lejos de saber que podría demudar aquí a quienes imputan lo contrario, que «los medios se han vuelto populistas». Se ha fundado, con alguna exageración, en que los medios tienden a medir ahora las audiencias por algoritmos y rinden pleitesía matemática a Mercurio, dios de los números.
Yogenshwar es más ajeno que nosotros a realidades apremiantes de la revolución en marcha en las comunicaciones. Los medios no actúan en el terreno intangible de las abstracciones. Ya son 640 millones de personas en el mundo, en record histórico, las que pagan al día por las noticias que reciben, en papel o en forma digital, pero es necesario sumar a muchos otros millones de personas todavía a fin de garantizar la viabilidad económica de las empresas periodísticas para que sus más bellos proyectos salgan de la región de las quimeras.
«Ahora -ha dicho Yogeshwar- la pelea es por la atención, no por las ideas». Urge, es cierto, entre los desafíos que la tecnología y los más actualizados modelos de negocios plantean al periodismo, encontrar una nueva ecuación de equilibrio que posibilite para el porvenir la continuidad del periodismo de excelencia. O sea, el que avala por sí la confiabilidad en lo que se lee, en lo que se ve y se oye, dentro de estándares de calidad periodística.
Habrá por lo tanto que fortalecer, como en los viejos tiempos, la armonía entre el dios de los números y Palas Athenea, diosa de la cultura y el pensamiento fecundo. Si al fin los buscadores dominantes de Internet resuelven compensar al periodismo por los derechos intelectuales de que usufructúan en inexplicable gratuidad, o si el Estado dispusiera aquí lo mismo que votó el Parlamento Europeo, algo más que una lluvia de flores caería en celebración de aquel renovado entendimiento.
Esta mañana, nada tendrá el catedrático indio de Aquisgrán para objetar. Los premios por discernirse serán en homenaje al buen periodismo y al mundo en general de las ideas.