He perdido la cuenta de las veces que presenté a colegas galardonados con los premios ADEPA, pero nunca tuve la sensación de que ese placer pudiera menguar con el tiempo. Los años han acentuado la complacencia por estimular la emulación de quienes encarnan el oficio con dignidad.

Los principios del periodismo son los de siempre, aunque hayamos experimentado cambios inmensos desde que debíamos interpretar, a mediados de los cincuenta, quién era quién en radiofotos que recibíamos en las Redacciones con calidad extremadamente variable. No olvidaré la vez que identifiqué en lo que sería una foto de tapa al presidente De Gaulle, de pie entre otros jefes de Estado europeos, y a pesar de la cara irreconocible, por el albur de sus dos metros de estatura. La fidelidad de los impulsos eléctricos que transmitían aquellas imágenes dependía de las condiciones meteorológicas de cada jornada.

“Cuando creíamos conocer todas las respuestas, nos han cambiado todas las preguntas”, consignó el genio anónimo que potenció después la voz rioplatense de Mario Benedetti. Y así es. Ahora nos dicen que en los próximos meses dispondremos en las redes de modelos de inteligencia artificial que avanzarán aún más que en la actualidad en el asombroso arte de estampar imágenes, escribir prosa y poesía bajo pedido, y hasta hacer bromas más o menos decentes.

No abundaré demasiado sobre los temas eternos, como los de la lucha por la libertad de expresión y de prensa a menudo atacadas en la Argentina hasta por necedades que medran en los deportes, tan maravillosos por otros motivos. Ataques a medios y ataques contra colegas por los que siento respeto. Los gobernantes, como diría Scaloni, son bien grandecitos como para saber lo que la libertad de expresarse libremente significa en una democracia. Si a esta altura no lo saben, seguiremos ahincando igual en su defensa.

No nos tentaremos, por apropiadas que sean en situaciones de hastío, con réplicas sumarias al estilo de Vladimir Bukovski, el primer disidente de la Unión Soviética famoso por denunciar que los opositores al régimen eran internados en centros psiquiátricos para su “curación”. Estuvo internado así unos diez años. Bukovski creía que la lucha entre Stalin y Trotski no había sido más que un pleito entre caníbales, y, cuando un notorio comunista chileno se atrevió a negar tras su liberación en 1976 que en la URSS hubiera presos políticos, el autor de Juicio en Moscú volvió con laconismo sobre el tema. Razonó, según refiere Enrique Krause en su magnífico libro sobre Spinoza y la tolerancia, que argumentar contra aquella canallada sería “como hacer la crítica gastronómica entre caníbales”.

Si han sido más de mil las tareas individuales y colectivas evaluadas para estos premios, y casi setecientos los concursantes, eso es prueba de la fiabilidad de esta institución y de sus jurados. Permítanme en este punto detenerme. Entre los jueces que hemos perdido en 2022, es necesario hablar del doctor Enrique Gadow. Fue un médico eminente, honesto, silencioso; un académico cuyo relieve como obstetra y genetista traspasó las fronteras nacionales. Descolló en la especialidad de los embarazos de alta complejidad y las malformaciones congénitas. Su trajín profesional estaba impregnado por la templanza, la solidaridad y compasión que se requerían para enfrentar ante cada infortunio, con tino y autenticidad, a una mujer, a una familia tras el momento supremo del alumbramiento de una nueva vida. Su palabra se esperaba como la palabra capaz de aunar la esperanza y el consuelo en la más angustiante de las circunstancias.

Los últimos diez años de la vida del doctor Gadow fueron un suplicio para él y quienes lo rodeaban. El médico eximio había perdido parte de las aptitudes intelectivas como consecuencia de heridas recibidas en la cabeza a manos de un delincuente de los que en la jerga policíaca se denominan “motochorros”. Recuerdo el verano de 1997, el del asesinato en Pinamar del reportero gráfico José Luis Cabezas. Recuerdo cómo nos movilizamos en ADEPA para el esclarecimiento inmediato de lo ocurrido y cómo resonó el grito de “maldita policía” de los editores de la revista Noticias, para la que Cabezas trabajaba.

Al cabo de veinticinco años debemos maldecir de nuevo. Maldecir a delincuentes que se adueñan de calles, caminos y autopistas, y producen en arrebatos cientos y cientos de tragedias. Maldecir a la política y la policía, tributarias en unos casos de tanto accionar delictivo, y en otros, mudas, paralizadas e inservibles para resolver el drama social que han potenciado doctrinas del derecho penal desdeñosas del orden básico en la convivencia civilizada.

Ahí están los responsables, incluso en las primeras filas de gobiernos costosos, corruptos, ineficientes, de que un hombre de la valía de Enrique Gadow haya llegado a los últimos años de vida con facultades disminuidas para proseguir con su misión humanitaria. En su caso, como en el de tantas otras víctimas de la delincuencia desenfrenada que nos agobia, se transparenta una ignominia de dimensión nacional: al desentenderse de la protección suficiente de la seguridad individual de los habitantes y del deber de reprimir los delitos de forma legal y legítima, el Estado ha resignado la más elemental de las justificaciones para su existencia.

No me alejaré de ese capítulo representativo del actual estado de cosas si a continuación cito diversos contenidos periodísticos galardonados en la edición 2021/2022. Los ha caracterizado la forma en que se logró entrelazar la relación entre la pobreza y el narcotráfico, y entre este flagelo y una hermandad criminal proveniente de Brasil que se ha instalado aquí con menos prevenciones de las que tienen las potenciales inversiones externas sanas y fecundas.

De forma anónima han sido una vez más amenazados este año periodistas que se aplican a develar las redes del crimen organizado. Esta semana se ha atentado contra una estación televisiva y dos radios de Rosario. Renovamos nuestra solidaridad activa con los colegas afectados. No cejaremos en su protección en cualquier instancia, aquí o en foros internacionales a los que consideremos indicado apelar en defensa de su seguridad y la de sus familias.

Velemos por las simetrías virtuosas en materias delicadas como esta: estemos tan atentos al narcotráfico como a las víctimas por consumo de estupefacientes. No sea que mientras algunos colegas ponen el pecho en la vanguardia de la lucha contra el narcotráfico retaceemos la información de por qué, con apenas veinte, treinta, cuarenta años, mueren con llamativa regularidad en escenarios, camas y bañaderas gentes del espectáculo que vivieron entre atronadores sonidos y sospechas de excesos brutales en la conducta.

Evitemos quedarnos presos del lacónico “murió por razones que se desconocen”. Procuremos investigar a fondo en estos casos de interés público a fin de romper eventuales concertaciones de silencio o la mera indiferencia. Que sepan los jóvenes a tiempo, por el denuedo de la información periodística en el ejercicio de la máxima responsabilidad social, el infierno que espera a vidas valiosas para el arte y para otras actividades de resonancia pública, exaltadas en la vorágine cotidiana como paradigmas generacionales, pero tan vulnerables como cualquier ser humano a las consecuencias implacables de la drogadicción y el desenfreno alcohólico.

Llama la atención, entre las distinciones conferidas este año en veintitrés categorías, el número de asuntos reflejados en relación con actos de asistencia humanitaria. Conmueven historias como la de las diez mil mujeres que entran por semana en cárceles santafesinas para llevar comida y ternura a personas de la población hacinada en esos establecimientos. O el tipo de nota que saca a la luz un drama atroz, desconocido para la mayoría de nosotros, como el de que en los últimos dieciocho años hayan desaparecido en la Argentina miles de criaturas, sin que se sepa poco o nada de su destino, y sin que el Estado disponga de una base de datos relevante para el seguimiento de sus rastros. Menciono especialmente, como forma, además, de agradecer el ámbito que se nos ha cedido para este acto, que la investigación sobre ese tema ha sido obra de un alumno de periodismo de la Universidad Católica Argentina.

Como servicio continuo de bien común el periodismo está también presente en trabajos que radiografían el grado de desigualdad y exclusión que sufren franjas crecientes de la población. O que ahondan en el análisis del aumento de intentos de suicidio de adolescentes. O en la experiencia de un taller de escritura por el que más de 15.000 personas, distribuidas en cincuenta países, han perfeccionado habilidades prosódicas para comunicarse con el mundo de los sentimientos y el conocimiento.

Resulta imposible abordar todas las premiaciones. Quienes hemos sido editores sabemos de la excepcionalidad de comportamientos valerosos como el de Elisabetta Piqué. Hoy, es distinguida por notas escritas entre el fragor y riesgos de la guerra en que Ucrania se debate por la libertad frente a la invasión rusa.

En el conjunto de los premios que se entregan hay diversas respuestas para la pregunta de por qué entusiasmarse en encarnar un periodismo que se aferre a la objetividad de los hechos y oponga resistencia al pensamiento único; que se interne para lograr sus objetivos en zonas de peligro o se exponga a la diatriba, al intento de descrédito y a las amenazas de quienes disponen de poderes fácticos, y realice todo con calidad profesional. Una de las respuestas sería porque lo falso y vulgar, por más que pretenda reivindicar el nombre de nuestro oficio, debe quedar señalado como algo ajeno a lo que siente y practica el periodismo de excelencia. Los medios materiales y la técnica de que dispongan unos y otros podrán ser los mismos, como son bastante parecidos los preparativos para una electrocución y para un electrocardiograma, pero sabiéndose que los resultados diferirán al fin sensiblemente unos de otros.

Ustedes, colegas, y las empresas periodísticas que los asisten han hecho posibles las conquistas que hoy celebramos.

(Discurso de José Claudio Escribano, presidente de la Comisión de Premios de ADEPA, en la entrega de los Premios ADEPA 2022, en la UCA)