«Miguel Angel Bastenier seguramente estuvo condenado a ser un hombre renacentista cuando sus padres eligieron su nombre». Así lo presentaba Daniel Dessein, entonces presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de ADEPA, en el taller que organizó la institución en el marco de sus celebraciones por el medio siglo de vida que cumplía en 2012. Traer a la Argentina a uno de los grandes maestros del periodismo de habla hispana fue un proyecto que apuntó a reforzar el cumplimiento de uno de los objetivos fundacionales de la entidad en ese año. Nada mejor para contribuir al desarrollo de la prensa y al de la calidad de sus periodistas y de quienes pretenden serlo, pensaron los directivos de ADEPA, que contar con las lecciones de quien había dejado su huella en innumerables periodistas a través de sus célebres cursos en la maestría de El País, sus clases en la fundación de García Márquez, sus conferencias alrededor del mundo o clásicos de la enseñanza del periodismo como sus libros Cómo se escribe un periódico y El blanco móvil.

Durante cuatro horas, en la tarde del 7 de septiembre de 2012, el exsubdirector de Información General de El País mantuvo atentos a un centenar de oyentes en el auditorio Santa Cecilia de la Universidad Católica Argentina, en Puerto Madero. Directores de medios de todo el país, periodistas y alumnos de las universidades de Palermo, Austral, Belgrano, Salvador, UCA y de la maestría de La Nación/Di Tella escucharon sus tesis sobre los vicios que afectan al periodismo latinoamericano. Mencionó a la “declaracionitis”, que significa informar “más lo que dicen que lo que hacen” los funcionarios y personajes públicos; a la “oficialitis”, que es “publicar todo” lo que los organismos gubernamentales y privados difunden para que “no sepamos lo que realmente hacen”; a la “superpolitización”, que es “mucha información sobre las cosas de la política, cuando hay que escribir más sobre la política de las cosas”; y al “desconocimiento del mundo exterior” como cuatro de los principales vicios que afectan al oficio en América latina.

Bastenier contestó, durante una hora y media, las preguntas que le hizo la mayoría de los presentes y recomendó a los periodistas, para concluir, que construyan “una agenda propia” que responda a “los intereses de la gente” y no a la que imponen “la elite, los gobiernos y poderes de turno”.

Aquí reproducimos una entrevista realizada por ADEPA en ese entonces y el capítulo de su autoría que integró el libro Nuevos desafíos del periodismo, editado por ADEPA y Ariel en 2014.

 


ENTREVISTA A MIGUEL ANGEL BASTENIER

“Es preferible un diario con un criterio equivocado que uno sin criterio”

– En su último libro, Mario Vargas Llosa dice que la revista Hola ha tenido un extraordinario efecto destructivo sobre la cultura occidental. ¿Qué opina sobre esa afirmación?

–No estoy de acuerdo. Es un punto de vista elitista. Todo aquello que nos familiarice con la lectura, en términos generales, es positivo. El público que capta Hola, en su inmensa mayoría, no puede ser captado por los periódicos serios. También hay lectores cultos que pueden leer ocasionalmente un producto como Hola, sin que eso tenga efectos catastróficos.

– ¿Los diarios populares ofrecen una oportunidad económica interesante para las empresas periodísticas?

– En los últimos años se han multiplicado los populares en América latina. Sin embargo, estoy convencido de que hay una enorme exageración de los editores respecto del crecimiento de los diarios populares. Sobre todo en América latina, donde en la mayoría de los países no hay organismos independientes que verifiquen la circulación. En muchos casos son segundas marcas de periódicos establecidos y algunos pueden compensar parcialmente la caída de los tradicionales. Pero, más allá de las excepciones, tengo poca fe en que la prensa popular pueda mantener un número significativo de lectores. No creo que en las clases bajas siga habiendo muchos lectores.

– ¿Cree que hay que atender los rankings de notas más leídas en las ediciones online de los diarios y las encuestas de lectura referidas al papel, y a partir de ellas dejar en manos de los lectores la jerarquización de las noticias en ambas ediciones?

– Creo que no. Aunque, desde ya, hay que atender las preferencias de los lectores. Debemos saber cómo se orienta el mercado y la opinión pública, pero cada periódico debe tener su propia agenda y priorizar las noticias. Hay editores que creen lo contrario. Yo pienso que los periódicos son y deben ser hechos por los periodistas y no por la opinión pública, independientemente de que deba ser tenida en cuenta. Cada periódico debe tener su estilo. Es preferible un diario con un criterio equivocado que uno sin criterio.

– El llamado periodismo militante coincide con el periodismo independiente en que el periodismo debe fiscalizar al poder, pero se diferencia al afirmar que el verdadero poder no es el político sino el económico. ¿Qué opina sobre esa idea?

– En estados poco estructurados, el poder privado puede ser muy importante y siempre defiende sus intereses. En Europa, aunque la situación ha empeorado, hay organismos intermedios en la sociedad que no permiten grandes abusos del poder gubernamental o privado. A los periodistas los defienden sus lectores. Claro que esa defensa puede no ser efectiva cuando los organismos intermedios son muy débiles o no existen. Yo defiendo a la libertad de expresión antes que a la justicia. En primer lugar, porque no sé dónde reina la justicia. La libertad de expresión es algo más claro. Es fácil de percibir qué grado de libertad hay en un país. En España, la libertad de expresión es total, se puede decir cualquier cosa. ¿En qué país hay cuatro periódicos que propugnan su desaparición? Es el caso de los periódicos vascos. Antes de que comenzara el último campeonato del mundo de fútbol, le preguntaron al director técnico del Barcelona quién quería que lo ganara y contestó “Turquía”.

– Lo que sí hubo, durante mucho tiempo y a diferencia de lo que ocurre en países como Inglaterra, es una marcada prudencia de la prensa respecto de la vida privada del rey.

– Es cierto. Estábamos muy orgullosos de que nuestra casa real no tuviera escándalos como los que tenía la inglesa. De una manera natural, sin conciliábulos secretos, en la prensa diaria había un gran cuidado y seguramente hicimos mal. Lo que ocurre es que España tiene una frágil unidad y al rey, hasta hace poco, no lo discutía nadie. Fue un factor de unión y eso hacía que muchos pensáramos que era razonable que el rey estuviera fuera de toda posible crítica. Nos equivocamos y los hechos han sido contundentes. El caso de Iñaki Urdangarín, el yerno del rey, es un escándalo que no ha terminado y que salpica a la familia real. Es una erosión de la institución monárquica muy grave y que puede durar años. España no es ni monárquica ni republicana por definición. Es accidentalista; lo que convenga. El rey tuvo el aval de los españoles. Lo que es una incógnita es si Felipe, su sucesor, lo tendrá. Letizia Ortiz, con quien trabajamos en el mismo canal de televisión, tiene un acercamiento con la gente que puede ayudar a lograr ese aval. El año pasado, dos veces salió de la línea protocolar en actos para saludarme. Tiene una actitud que puede ayudar a descontracturar a la monarquía. Pero lo que está claro es que Felipe, como lo hizo su padre en el pasado, deberá ganarse el trono.

– Algunos gobiernos latinoamericanos sostienen que pueden comunicarse directamente con la ciudadanía a través de actos públicos, medios oficiales y redes sociales. ¿Los medios tradicionales son un intermediario innecesario?

– Han sido un intermediario necesario durante muchísimo tiempo y además un ágora, una plaza pública donde los ciudadanos discuten sus cosas. Cuando Rafael Correa dice que la prensa es el principal obstáculo para las reformas que quiere llevar a cabo (que, aclaro, no son revolucionarias, expropiatorias ni anticapitalistas) puede tener cierta razón. Pero pienso algo que puede sonar muy duro: defiendo primero la libertad de expresión y luego la justicia teórica de un reparto perfecto de la riqueza. Digo esto porque la falta de libertad de expresión conduce siempre al autoritarismo. En Europa llegamos al menos injusto de los sistemas para distribuir la riqueza y eso se ha logrado después de años de evolución política y de respeto por las libertades.


PERFIL

Miguel Ángel Bastenier obtuvo una licenciatura en Historia, otra en Derecho, siguió estudios de Literatura en Inglaterra y egresó de la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid. Conoció 103 países y fue uno de los periodistas más destacados del mundo en política internacional. Sus libros sobre los conflictos de Medio Oriente son referencias ineludibles para quienes quieren conocer la encrucijada que vive la región. Fue, además, un maestro que ha marcado a varias generaciones de periodistas en América y España. Profesor de la maestría de El País, de la fundación que preside Gabriel García Márquez y autor de clásicos de la enseñanza del periodismo como El blanco móvil y Cómo se escribe un periódico. En su rutilante carrera periodística, fue subdirector de El periódico de Catalunya, director de Telexprés y subdirector de Información General de El País. Entre otras distinciones, recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Universidad de Columbia.


 

EL CHIP COLONIAL O EL SÍNDROME DE LA COMPLICACIÓN
Por Miguel Angel Bastenier

América Latina hay más de una y ninguna generalización se adapta perfectamente a aquello sobre lo que se generaliza; la combinación de indígena, negro y blanco europeo es un teorema particular de cada sociedad latinoamericana, con sus extremidades en países como Guatemala o Bolivia, donde lo indígena predomina, y Argentina y Uruguay, donde Europa, sobre todo la del sur, es quien lleva la voz cantante.

Pero uno se cree capaz de detectar líneas de fuerza coincidentes, al menos en la América andino-caribeña.

Y ese rasgo común puede denominarse el “síndrome de la complicación”, que consiste en ignorar una teórica línea recta que una los elementos o unidades informativas, que raramente afronta la tarea informativa de manera lineal y, al contrario, se adorna de mil maneras diferentes. Esos “adornos” pueden ser de los tipos más variados. Uno muy común es el llamado lead retardado, que se enseña en algunas facultades de comunicación latinoamericanas, y que es una especie de anteposición a la noticia de toda una serie de circunstancias de lugar, modo o personalidad que sumen al lector en la inopia durante un número de líneas a veces desorbitado, antes de llegar a aquello que de verdad se le quiere comunicar. De parecida guisa, gusta lo que yo llamo “prólogos”, que es avisar o decir qué es lo que vamos a decir: “Fulano de tal afirmó que no estaba nada de acuerdo con lo que oía”, para seguir: “No estoy en absoluto de acuerdo con lo que me dice”. Lo contrario de lo que yo llamo “soltar lastre” en el curso de la narración. Si ya se ha establecido que lo que contamos implica al Hospital General de Enfermos Infecciosos, está de más repetir la identificación completa, y basta Hospital General, o simplemente hospital.

El ‘chip colonial’ recurre a un lenguaje administrativista, protocolario, impermeable al exterior como una germanía o un “acertijo”, en el que una voz externa se impone a la del autor para fabricar productos que sólo pueden interesar a quien los pone en circulación, con un lenguaje de rueda de prensa, de boletín, de comunicado. El periodista actúa con una incapacidad de explicar las cosas sin más preámbulos. ¿Y de dónde viene todo ello? ¿Procede esa espesa torrencialidad del trópico? ¿Hay alguna lingüística primigenia de los naturales que obliga a practicarle contorsiones al castellano que manejan? ¿Viajaba esa toxina en la sentina de los barcos negreros, como un alien intelectual? Creo que existe una causa general, unificadora: el lenguaje de la colonia, el chip colonial. Durante los tres siglos de la Colonia las clases privilegiadas se movían en el ámbito de lo escrito dentro de un contexto que he llamado “administrativista”, lenguaje del poder que quería ser abrumador, distante, y todo aquello que marcara lejanía y sometimiento del súbdito. No estoy diciendo que ese lenguaje se haya conservado tal cual, pero sí que ha quedado un relente que no tolera que se aborde sin dilación lo que queremos contar.

En la lengua periodística, sobre todo andino-caribeña, late todavía hoy ese acento que durante la Colonia no estaba destinado a ser comprendido, sino solo obedecido. Es la lengua que corresponde al barroco colonial de los templos, de la Iglesia que cogobernaba las Indias y marcaba tanto como el poder secular la agenda social y política en los virreinatos, y a la que han debido contribuir también las numerosas dictaduras militares, de la Independencia para acá, con su pasión por el lenguaje marcial, decisivo, como Júpiter tonante ante el ciudadano postrado de hinojos. El historiador inglés, J. H. Elliott, refiriéndose a la América española del siglo XVII, llega a hablar de “una sociedad dedicada casi obsesivamente a la palabra escrita” (España y su mundo, 2007).

El periódico que nos hacen los demás

El chip colonial contiene, como en un juego de muñecas rusas, una serie de tics o formas de hacer que son verdaderos pecados capitales del periodismo no solo latinoamericano, sino también hispánico. La ‘declaracionitis’, es el primero de ellos, y consiste en la sustitución de la acción por la declamación, la realidad por su mueca, aunque sólo sea porque es mucho más fácil informar de lo que se dice que de lo que se hace. Y al enfermar de esa plaga lo que hacemos es periodismo de convocatoria, que a quien interesa es solo al que convoca. Es el chip colonial en acción con toda la intensidad de una proclama virreinal. Lo único objetivo para una mentalidad dominada por la reverencia implícita al poder es lo que el poder dice, porque es lo único sobre lo que no puede caber duda, mientras que en todo aquello que no nos invitan a presenciar es donde anidan las verdaderas noticias. Y muy ligado a esta ‘declaracionitis’ está como segundo pecado capital el oficialismo, que no es tan solo postrarse ante el poder constituido, sino ante todo lo que suene a oficial, y así es como se publican todos los comunicados y boletines que suenen a oficial, de cámaras de lo que sea, asociaciones culturales, simposios al por mayor. Hay diarios en América Latina que podrían sustituir su tapa por un titular permanente que dijera: ¡Viva el señor alcalde! Y eso es llenar páginas, no hacer periódicos.

El círculo vicioso de la política

La generalidad del periodismo latinoamericano opera para un mercado muy reducido. Ese mercado engloba sobre todo a clases medias que sienten especial interés por la política, y eso puede que determine la extrema politización de la prensa. Y esa dedicación extraordinaria al hecho político nubla o dificulta la formación de panoramas de interés informativo de una gama más extensa que podrían interesar a otros segmentos de la sociedad. Si de quienes nos leen hay una mayoría fuertemente politizada, es, quizá, comprensible que se restrinja el angular informativo al cultivo de esos miembros de la sociedad, pero con ello se pierde la oportunidad de atraer a otro tipo de lectores de inquietudes potencialmente más generales.

La resultante de todo ello son periódicos fríos como el palacio de hielo de Superman, donde no hay personas de carne y huesos. El periodista se limita a la transcripción de acontecimientos públicos, llenos de declaraciones repetitivas heladas como carámbanos. Habría que hacer, en cambio, periódicos útiles, que sirvan al ciudadano como un enésimo electrodoméstico del hogar, diarios que para llegar a ese público desatendido deberían tener una mucho mayor implantación local. La sección metropolitana incluso de los grandes diarios es muy a menudo un dietario de festivales, procesiones, cultura y jarana callejera, pero en la que faltan barrios, consumo, nivel de vida, marcaje a los poderes públicos, y no tanto en los areópagos del poder como en las ventanillas de la administración. ¿Qué hace la prensa ante eso?

Lo que tendría que hacer es informar menos sobre las cosas de la política y más sobre la política de las cosas.

El ombliguismo internacional

América Latina experimenta hoy un vigoroso crecimiento económico y demográfico; y aun ciñéndonos al universo de habla española corona ya los 400 millones de hablantes. Y, sin embargo, su peso político, con los movimientos inspirados por el Brasil de Dilma Rousseff y su antecesor Luis Inácio ‘Lula’ da Silva (en su momento, y de manera más estruendosa, por Hugo Chávez), comienza a hacerse notar seriamente en la escena internacional. Y aún así, la prensa latinoamericana apenas tiene interés en mirar al mundo.

No hay diarios de los que yo llamo ‘perspectivistas’ como The New York Times, Le Monde o El País, que aspiran a contarle el mundo a la sociedad y la sociedad al mundo, con la excepción relativa de los dos grandes rotativos de Buenos Aires Clarín y La Nación. Y el caso que me parece más sangrante es el de México, que con 110 millones de habitantes muestra una increíble indiferencia ante la cuestión.

Para ser verdaderamente internacional, a un diario no le basta con un cierto número de páginas dedicadas a ese fin. Si aspira a traspasar fronteras debe incurrir en un desembolso considerable, aunque hay que admitir que este no es el mejor momento del siglo para hacerlo con una crisis mundial a la puerta. Pero, sea como fuere, ya solo vale la información propia, aún más necesaria en el ámbito internacional, porque las agencias no tienen ni remotamente la misma utilidad que el corresponsal o enviado especial en el trabajo de campo, ya que aquéllas nos rebajan al nivel de la competencia, que puede disponer de ese mismo material contratado sin carácter de exclusividad. Ese tipo de diario necesita toda una red de corresponsales pensada en función del emplazamiento, intereses y conexiones de cada país en el mundo. Un diario latinoamericano, además de estar representado en Washington, París, Londres, Roma —si es argentino—, Bruselas —la Unión Europea (UE)— y Madrid, debería tener antenas en las principales capitales del resto de América. Y sus corresponsales tienen que serlo de verdad: miembros a parte entera de la redacción, no transeúntes remunerados a la pieza.

¿Cómo son la mayoría de las secciones de Internacional? Pocas páginas, extensiones inmisericordes de cables, sólo algún corresponsal a tiempo completo y poco más. Ahí no hay mirada al mundo, ni de ida, ni de vuelta. ¿Y en cuanto a la temática? Las secciones de Internacional suelen interesarse mucho más por lo lejano y exótico que por lo próximo y acuciante. Mucho Oriente Medio, justificadamente Washington, algo de Madrid y Europa, y muy poca América Latina, aunque hay que reconocer que, como a la fuerza ahorcan, Hugo Chávez y Evo Morales alteraron esos equilibrios por lo estruendoso o pintoresco de sus propuestas. ¿Por qué ese coctel informativo? Yo creo que porque quieren ser secciones a la europea pensadas para la élite y su clientela, secciones con caché para un mundo de señores, blancos y criollos. Y la cosa debe de venir de antiguo, porque el polígrafo mexicano Alfonso Reyes, en su libro México, publicado en los años treinta, ya decía: “La imitación de Europa parecía más elegante que la investigación de las realidades más cercanas”.

El chip colonial es, a primera vista, más difícil de vincular a este apartado, pero la conexión existe y de fondo. El mundo de la Guerra Fría era relativamente fácil de representar; la prensa occidental dividía a los actores en buenos y malos. El chip colonial se instalaba cómodamente en esa escenografía y cuando menos se entendía lo que quería decir: dos bandos, el liberal-capitalista y el comunista-dictatorial eran implacables enemigos; y el lector siempre sabía cuál elegir. Mientras que la realidad es hoy mucho más irreductible a simplificaciones, porque lo que se nos está diciendo no es que una ideología sea el enemigo sino que el Islam, una civilización y cultura universales, constituye el mal por antonomasia. El chip colonial puede regocijarse, porque con su lenguaje retórico y administrativista alcanza ahí la cima del sinsentido.

Sin que valga de conclusión

Una parte de los jóvenes periodistas latinoamericanos nace con un chip maligno incorporado, que se extiende como un foco de irradiación contaminante por todos sus textos. García Márquez seguramente escribe torrencial, pero no hace ´leads retardados’, ni ‘prólogos´, ni tarda seis párrafos en resolver una secuencia que sólo pide uno. Por ello un buen diario es aquel al que no le falta nada de lo necesario, pero al que tampoco sobra nada porque sea irrelevante. Un buen diario es una maquinaria teóricamente perfecta porque nada puede obedecer al azar; todo, aunque no siempre sea necesariamente acertado, ha de tener una explicación. Y el chip colonial es una tutela fantasmal de un tiempo, al parecer, no tan pasado. Resolver satisfactoriamente todos estos problemas no convierte a ningún mal periódico en bueno, pero ignorarlos sí hace que lo que podría ser un buen periódico no lo sea tanto. El oficio se adquiere, pero el talento, no. La técnica nunca reemplazará a las potencias del alma, pero no olvidemos que sin ella nunca valdremos todo lo que podemos valer.