Mitchelstein ofreció ejemplos de desaciertos periodísticos, como la célebre foto de un «falso Hugo Chávez» moribundo en la tapa de El País, para apuntar que no se trata de una cuestión novedosa.

Magnani describió los cambios que genera el modelo algorítmico de la comunicación, conformando burbujas informativas. «Ningún algoritmo es neutral, por lo tanto ningún mensaje es neutral», afirmó.

Cingolani se concentró en los aspectos tecnológicos del fenómeno, señalando que Facebook perdió la lógica comunitaria. Zuazo, por su parte, resaltó los perjuicios que provocan los despidos y las condiciones de trabajo de los periodistas en la calidad de la información que circula o en la capacidad para chequearla.

Dessein propuso una demarcación terminológica para poder enfocar adecuadamente la cuestión. «¿De qué hablamos cuando hablamos del fenómeno actual de las fake news? De la generación deliberada de información falsa, no de noticias accidentalmente erróneas», puntualizó.

Luego mencionó los factores que, a su juicio, inciden en su proliferación:

– La tecnología es un factor clave en su diseminación y también una clave para atacar el problema. (En los meses previos a las elecciones norteamericanas hubo más interacciones con noticias falsas en Facebook Estados Unidos que con noticias verdaderas).

– El modelo de negocios. Este tipo de contenidos multiplica los clicks y su acumulación genera ingresos. El clickbait es la estrategia predominante en la web.

– La explicación también pasa por las audiencias. «Facundo Manes nos hablaba hace poco de la acentuación de los sesgos mentales que nos llevan a asimilar o rechazar información de acuerdo a su adecuación con nuestros prejuicios o ideas y no con la realidad, como insumo para confirmar nuestras posiciones». A mayor polarización en la sociedad, mayor consolidación de los sesgos.

– Cambio en las pautas de consumo. El sensacionalismo o los cruces entre periodismo y ficción siempre tuvieron amplias audiencias. Un contrato con el consumidor en el que importa más el impacto que la veracidad. Los programas o revistas que cubren las peleas o los romances de la farándula son un ejemplo. Pero también estos productos estaban ligados a un consumo culposo. Hoy se comparte una cadena alarmante de whatsapp o una historia inverosímil por FB sin temor a una eventual mirada reprobatoria de los receptores. Hay una falta de conciencia sobre el efecto contaminante, desde el punto de vista social o institucional, de esos actos.

– Falta de conocimientos. Un estudio de la Universidad de Stanford de noviembre pasado concluyó que la inmensa mayoría de los adolescentes norteamericanos no pueden distinguir una información falsa de una verdadera.

– La política juega un papel. Los gobiernos autoritarios o con inclinaciones demagógicas o populistas promueven este tipo de contenidos.

Finalmente, planteó posibles caminos para enfrentar el problema:

– Las empresas tecnológicas deben proponer soluciones con las herramientas que disponen, Hay proyectos interesantes, como el Trust de Google, pero insuficientes. También tienen un rol los gobiernos y los jueces, evitando los excesos regulacionistas que pueden afectar la libertad de expresión. La academia, con el análisis de un fenómeno complejo. Los medios, en la concientización de las audiencias sobre una cuestión que implica una responsabilidad colectiva. El periodismo debe seguir actuando, y resaltar, su calidad de antídoto frente a la toxicidad de la información falsa.

– Es necesaria una tarea pedagógica montada sobre una gran campaña similar a la de concientización por el cambio climático. Señalando cómo los desechos que compartimos en el ecosistema digital afectan gravemente a la democracia, a la convivencia y a las vidas de muchos individuos de manera dramática.