Acabo de llegar de Nueva York, donde estuve en una serie de reuniones en el New York Times. Fue un viaje a uno de los lugares más vibrantes del presente. Llegué mientras todo el mundo hablaba de los efectos del reconocimiento de Trump de Jerusalén como capital de Israel y me alojé en un hotel que estaba a una cuadra del lugar en el que explotó el lunes una bomba de tubo accionada por un terrorista. También fue un viaje al futuro, ya que pude ver los adelantos de uno de los grandes referentes de la transformación de nuestra industria. Pero también fue un viaje al pasado.
Me recibió Michael Golden, vicepresidente del diario. Golden había estado un año atrás en la Argentina, por primera vez. Le pregunté cómo habían evolucionado las cosas desde entonces. Institucionalmente muy mal, me dijo, pero para el negocio del diario estupendamente bien. En pocos meses de gestión de Trump el diario superó la cantidad de suscripciones que había logrado en más de 5 años, desde el lanzamiento de su sistema de cobro. Con 3,5 millones de suscriptores -entre los provenientes del papel y el digital- y con más de 130 millones de lectores, The New York Times batió los records de suscriptores y de audiencia de toda su historia y de la historia conjunta de los diarios norteamericanos. Y algo más y quizás más importante…Está encontrando un nuevo modelo de negocios. «Lo que ustedes necesitan es un Trump argentino», me dijo Golden. «Ya tuvimos, y más de uno», le recordé.
En el diario pude conversar con los periodistas encargados de cubrir la gestión de Trump y, particularmente, su relación con la prensa. Un grupo de periodistas de esa área publicaron la principal nota de tapa del diario de este domingo. Déjenme leerles algunos párrafos:
«Alrededor de las cinco y media, cada mañana, el presidente Trump se despierta y prende su televisor en el dormitorio principal de la Casa Blanca. Sintoniza CNN para las noticias, cambia a Fox para escuchar ideas reconfortantes, y a veces ve MSNBC porque, según creen sus amigos, lo estimula para arrancar el día.
Energizado -y enfurecido- el señor Trump toma su iPhone. A veces tuitea apoyado en su almohada, de acuerdo a ciertas fuentes. Otras veces tuitea desde la puerta de su dormitorio, mientras mira otro televisor. Menos frecuentemente lo hace en su camino hacia su despacho, a veces vestido, a veces en pijama, al tiempo que comienza a hacer sus llamadas oficiales y extraoficiales.
Mientras termina su primer año de gestión, el Señor Trump redefine lo que implica ser presidente. Concibe al más alto trabajo de la Tierra de la misma forma en que lo concebía la noche de su sorprendente victoria sobre Hillary Clinton. Como un premio que debe proteger, luchando por él en cada momento de vigilia. Y Twitter es su Excalibur…
El Señor Trump es un ávido lector de diarios que marca una media docena de ejemplares con un resaltador…
Durante la mayor parte del año, gente fuera y dentro de Washington se convenció que hay una estrategia detrás de las acciones del Señor Trump… Solo en ocasiones, el presidente consulta antes de tuitear…
El Señor Trump, el hombre del que más se habla en el planeta, todavía se fascina cuando ve su nombre en los titulares…Uno de sus ex asesores dijo que el Señor Trump se incomodaba progresivamente después de dos o tres días de paz, quedándose sin tolerancia para seguir las noticias cuando no se veía, a sí mismo, en ellas…»
Lo que describe la crónica de The New York Times, creo yo, es la disonancia cognitiva del presidente norteamericano. Solo asimila lo que refuerza sus convicciones y toma todo aquello que las contradice como prueba de una conspiración en su contra, de una gran maniobra destituyente, diríamos para usar términos que nos resultan más familiares.
La demagogia nos plantea una opción política y filosófica fundamental. Nos obliga a decidir si queremos enfrentarnos con la verdad.
El periodismo no puede convivir armónicamente con la demagogia. Propone un abordaje honesto a las facetas verificables de la realidad. Intenta iluminar los hechos, particularmente los que tienen relevancia para el proyecto de una comunidad. Sobre todo aquellos que pretenden ser tapados por quienes administran intereses públicos.
El demagogo intentará manipular los índices que permiten mensurar distintos aspectos de lo real, buscará relativizar los criterios de verdad, postulará que todo error configura un intento deliberado de distorsión. Fake news, diría Trump. Bad information, alguna figura de la política local.
Estas conclusiones a las que llega una sociedad madura configuran el costado positivo de una experiencia demagógica que se ha dejado atrás.
No es fácil relacionarse con la verdad o con su concepto. Nuestras sociedades muestran tres actitudes distintas y características de nuestro tiempo: Por un lado, un reflejo activo frente a la posibilidad del engaño; un estado de desconfianza y alerta, diríamos. Por otro lado, una inclinación a tomar por cierto lo que coincide con nuestras ideas. La hoy célebre posverdad. Y, finalmente, un creciente escepticismo acerca de la existencia de una verdad objetiva.
Esta tensión entre la demanda de transparencia, el debilitamiento de los criterios de validación de todo enunciado y las dudas sobre la posibilidad de constatar su veracidad ponen en riesgo la viabilidad de todo orden político y social.
La discusión y el fenómeno no son nuevos. Pero sí son novedosas su escala y su intensidad.
El viernes debatimos en Nueva York con Campbell Brown, ex conductora de CNN, hoy directora de alianzas estratégicas de Facebook. Nos contó lo que le dijo Mark Zuckerberg durante una charla sobre el problema de las «noticias falsas» en su red social. Cito: «Lo nuestro siempre fue «Familia y amigos» primero. ¿Qué pasa si sacamos todos los contenidos periodísticos de Facebook y resolvemos el problema?», habría dicho Zuckerberg. Les pido – dijo Campbell Brown- que mañana no titulen: Facebook quiere eliminar las noticias. No es nuestra intención; es solo un ejercicio», concluyó.
Les propongo, ahora digo yo, hacer el ejercicio. ¿Qué pasa si eliminamos al periodismo de la web y nos quedamos solo con la voz de nuestros amigos y parientes? ¿Qué pasa si avanzamos, en esta hipótesis de balcanización comunicacional, y dejamos de prestar atención a aquello que pone en duda lo que pensamos, a lo que nos obliga a reflexionar y finalmente a actuar, partiendo de una agenda común? ¿Qué pasa si nos desapropiamos de lo público, que es la consecuencia natural del desencanto con la verdad? Lo que pasa es que todos tendremos nuestro Trump. Quizás sea bueno, por un tiempo, para revitalizar o revalorizar al periodismo, como dijo el vicepresidente del New York Times. Pero, definitivamente, no será bueno para las instituciones.
La prensa no es una panacea. No está conformada por un coro de ángeles que nos revela la solución a todos nuestros problemas o dilemas. Los medios sufren extravíos y, en estos tiempos, muchos cayeron en la demagogia algorítmica de tocar solo la melodía que el público, o el poder, querían escuchar.
Pero el periodismo sí es un antídoto posible para la contaminación comunicacional. Nos ofrece un camino, con ciertos protocolos, con ciertos métodos, para acercarnos a la verdad y, antes que eso, a la certeza de que ese camino puede ser transitado. O más aún, nos permite arribar a la convicción de que avanzar por ese sendero vale la pena.
Claro que la objetividad no es una meta definitiva sino un nuevo punto de partida. Es el punto de apoyo para la opinión y el debate racional. Todo proyecto despótico pretende monopolizar el punto de partida del debate para anular, de ese modo, la posibilidad de un cuestionamiento. Cuando ese punto de partida no es funcional, el discurso autoritario trata de destruirlo. «No hay hechos», dirá,«solo hay interpretaciones». «No hay periodismo independiente, solo variantes de la militancia nutrida con herramientas periodísticas» La retórica entonces desplaza a la lógica. El lenguaje se transforma, así, en un instrumento para imponer una visión de las cosas que consolide mi superioridad. No importa si Maldonado se ahogó o no; lo que importa es la interpretación que me sirva para deslegitimar o destruir a mi adversario. Es un escenario que nos muestra a la verdad sepultada por la postulación de los «hechos alternativos».
Al principio les hablé de mi viaje como un periplo simultáneo al pasado, el presente y el futuro. Hablemos, un minuto, del pasado, el presente y el futuro de los medios hoy aquí representados.
Los diarios suelen ser asociados con las peores connotaciones del pasado. Con lo caduco, con lo anacrónico. Lo cierto es que están ligados a algunas de sus mejores facetas. La democracia es hija de Gutenberg y de sus productos; los libros y los diarios. La Argentina fue diseñada por hombres de diarios, por intelectuales como Alberdi, que debatieron sobre sus proyectos de país en los diarios. Por tres presidentes, los primeros tres, Mitre, Sarmiento y Avellaneda, que no solo debatieron en diarios sino que los fundaron y dirigieron. La Argentina fue pensada, y sigue siendo pensada, en los diarios. Fueron diarios y revistas los que se convirtieron, durante décadas del siglo XX, en el mayor faro periodístico de habla hispana; los que cambiaron la forma de hacer periodismo en la región; los que prendieron la mecha del boom latinoamericano.
Los diarios, actualmente, después de dos décadas de extraordinaria expansión de internet en nuestras vidas, superaron los innumerables certificados de defunción que se les expidieron. Hoy, en la Argentina -y también en el mundo-, los diarios generan la mayoría de los contenidos periodísticos. La mayoría y los mejores. Son amplificados y circularizados por múltiples canales pero son producidos por las redacciones tradicionales.
Un posible futuro para la industria de los diarios lo prefiguran ejemplos como el de The New York Times. Su apuesta digital a un público fiel y al contenido de calidad, que ya lleva más de un lustro, este año está siendo replicada con éxito por diarios como Clarín y La Nación. También por diarios chicos, de ciudades con menos de 100.000 habitantes, como Ecos Diarios de Necochea. Y se disponen a seguir ese camino otros como La Voz del Interior, La Gaceta, La Nueva e, incluso lo analizan, diarios nativos como Infobae.
La Argentina cuenta con las dos redacciones más modernas e impactantes de América latina. Y con diarios que pelean palmo a palmo por el primer lugar en el volumen de audiencia de todo el espectro de la web de habla hispana. Nuestros diarios tienen un pasado, un presente y un porvenir posible mucho más robustos de lo que muchos creen.
Pero también, la posibilidad de un futuro auspicioso, está minada por múltiples obstáculos y acechanzas. Los diarios sufrieron profundas distorsiones y ataques que socavaron sus bases. Los medios padecen corsets normativos y otros condicionamientos retrógrados. La prensa se debilita ante la imposibilidad de proteger los derechos de autor de sus contenidos. Todo emprendimiento periodístico corre el riesgo de naufragar en un ecosistema publicitario que baila exclusivamente al ritmo de los clics.
El periodismo tiene un valor y un costo. El periodismo agrega valor a una sociedad. Constituye la mejor vacuna contra los arrebatos antidemocráticos. La elaboración periódica de esa vacuna requiere recursos que permitan la transformación de su modelo productivo para mantener su potencia. Estamos en eso.
Vivimos en un mundo líquido, inestable, de instituciones tambaleantes. En una era en el que el periodismo está bajo ataques directos, en lugares tan distintos como Venezuela o Turquía, Rusia o Egipto, China o Estados Unidos. Pero en todos lados sufre, también, ataques más sofisticados pero potencialmente tan riesgosos como los primeros. Por un lado, a través de mecanismos de censura indirecta. Por otro, por un discurso que cuestiona su legitimidad o la mera posibilidad de su ejercicio. También, finalmente, por la indiferencia.
No queremos un suero para estirar la agonía de una industria sin perspectivas. Queremos el apoyo de los actores de una sociedad a la que los diarios le brindaron, y le brindan, la posibilidad de mejorar sus propias perspectivas.
Este periodismo bajo acecho es la mejor herramienta que tenemos, como sociedad, para seguir adelante con nuestro proyecto colectivo.