La prensa argentina ha tenido desde hace una larga centuria el relieve internacional por el que se lo reconoce. Hasta más allá de entrada la segunda parte del siglo XX era raro encontrar en sus filas graduados de universidades. En los viejos tiempos, no pocos de los periodistas sobresalientes eran autodidactas, lectores voraces animados de curiosidad insaciable por un sinfín de disciplinas. Abundaban los escritores, los poetas, los estudiantes crónicos y la bohemia. Ahora, las redacciones están más cohesionadas en su nivel cultural por la formación de una parte considerable de sus integrantes en estudios sistematizados en altas casas de estudios, como la que nos acoge para este acto. Ha sido un avance, no un retroceso, claro, la elevación de la calidad media de las nuevas generaciones para ejercer este oficio, más vertiginoso y multifuncional que antes.
Pero hay alguna piedra en nuestros zapatos. Hoy, puede resultar más fácil predecir el número de empleados públicos o el de estudiantes matriculados en las universidades que el de quienes ejercen de verdad el periodismo, que es un servicio cívico. Sabemos que el perímetro dentro del cual se invoca nuestra actividad adolece de una elasticidad provocadora. Afrontamos, a menudo en silencio, la efusión de alegaciones de identidades periodísticas que son ajenas, sin embargo, a la centralidad del oficio. Todo sea en el nombre del derecho a la libertad de expresión, con el que nacimos y esperamos morir.
Nuestras críticas contra las fake news de las redes tienen como contrapartida la generación de expectativas aun mayores que en el pasado de que el periodismo profesional saldará la ansiedad ciudadana por contar con informaciones fiables, indispensables para la vida cotidiana. A pesar de los desvelos del periodismo profesional y riguroso por eludir el error que acecha, nos equivocamos. Lo admitimos y lamentamos. Lo inadmisible es la falsedad o la obcecación en el error por subordinarse a otros intereses que el de informar con libre y recto criterio. No es algo nuevo. Guillermo Altares, que fue editor literario de El País de España, aportó hace poco un testimonio antiguo al respecto. Se limitó a citar la escena de Estudio en Escarlata, la primera novela de Sherlock Holmes, de 1887, en la que el detective y el doctor Watson leen varios diarios -el Daily Telegraph, el Daily News, el Standard- y advierten que relatan distintas versiones falsas del crimen que investigan. Esos medios habían tropezado, en la interpretación de los hechos, en las redes de la motivación política y relegado el principio de fiabilidad, sin el cual decae una razón de ser del periodismo.
Si evitamos protestar lo suficiente por algunas fraternidades compulsivas es por la confianza, acaso ingenua, de que el fenómeno de que no podamos establecer con alguna certeza cuántos periodistas hay en rigor en la Argentina constituya un reflejo del ascendiente que se preserva en nuestro oficio. Aquellas fraternidades que no buscamos son el moho que se pega al muro. Gabriel García Márquez calificó nuestro oficio como el mejor del mundo.
Esa autoridad, todavía glamorosa, resiste a pesar de los relevamientos indicativos de que la imagen del periodismo ha empalidecido en la sociedad contemporánea. Cómo no habría de ser así, si hasta nosotros mismos caemos en estupor frente al lenguaje escatológico o los feroces dicterios que se profieren, sin distinción de géneros, no ya por quienes se amparan en el soez anonimato de las redes, sino por algunas gentes que dan la cara o exponen sus nombres en medios de comunicación. A veces son las hipérboles viciosas y alborotadas las que intoxican el oficio: «River y Boca, el choque del milenio».
Recuerdo al gran escritor colombiano en octubre de 1996, ante el atril sobre el que leía su discurso en la inmensidad del salón de un hotel de Los Angeles, al que había llegado para almorzar con los cofrades de la Sociedad Interamericana de Prensa. No tenía títulos que desvivirse por conquistar, a esa altura de la vida, catorce años después de que le adjudicaran el Premio Nobel de Literatura. Pero García Márquez nos tuvo igual en vilo, haciendo restallar bien alto el talento prosódico de periodista y escritor que le confería celebridad desde Cien años de Soledad. Fue en ese discurso que habló del nuestro como el mejor oficio del mundo. En su boca, y en la proyección de su memoria, eso sonaba y suena convincente.
¿Pero, realmente, pertenece el periodismo a la categoría suprema a la que lo elevó el orador insigne? Ese orador había puesto, en el tecleado de las pocas carillas que realzarían un convite gastronómico, el empeño infatigable por iluminarnos, también ahí, con los destellos de su imaginación profusa y las certezas de quien se había ilustrado en las letras en redacciones de agencias y diarios. No estamos tan seguros, en cambio, de que constituya una categoría invariable eso que García Márquez llamó el mejor oficio del mundo. Reflexionemos, al menos porque comparar es conocer, sobre la labor de quienes salvan vidas, reconfortan almas en pena, educan y alfabetizan en hogares y aulas, obtienen hallazgos de valor cósmico en el silencio de laboratorios de investigación, cultivan la tierra, tienden puentes o caminos, o realizan hazañas tecnológicas por las que se potencian nuestro conocimiento y habilidades, y se interconecta a unos con otros, a velocidad pasmosa, en cualquier lugar del planeta.
Conforma un dilema bizantino determinar en abstracto cuál de los oficios es el mejor. Lo esencial no es eso, sino bajar de las generalizaciones a las conductas individuales y discernir con cuánta decencia, con que devoción, con qué compromiso y continuidad propendemos a lograr algo contiguo al grado inalcanzable de la perfección. Como seres incompletos no podemos aspirar más que a una feliz vecindad.
Dudar de las afirmaciones congeladas en la repetición constante, aun si provienen de una autoridad, es ejercicio del pensamiento y desafío a descascarar la momificada pátina de la rutina. No habría periodismo de calidad desprovisto del escepticismo y juicio críticos que deben anteceder al momento en que se viertan informaciones y comentarios. No hay periodismo de calidad desprovisto de la verificación exhaustiva de los hechos por difundirse y que serán la base de opiniones en las que no podría caber la maleficencia, hábito inveterado de propagar el mal.
El mejor oficio del mundo, queridos colegas, no concierne a una categoría en especial de tareas. Es asunto que refiere al estado emocional que a un hombre o mujer infunde la pasión adquirida por una artesanía, una ciencia, un arte. Harán en ese trance, dentro de tal o cual oficio, como principiantes o veteranos, lo mejor del mundo. Habrán encarnado así tareas de las que han conseguido configurar un oficio con regocijante disposición y sentido cabal de la dignidad humana. Una actividad cotidiana tensada por el fervor de quien persevera. La dedicación sin desfallecimientos importa -ustedes lo experimentan a diario- tanto o más que las destrezas innatas.
Estamos ante los colegas de la capital y del interior a quienes ADEPA distinguirá este año con los galardones que instituyó en 1990 por iniciativa de Federico Massot. Han realizado esfuerzos evidentes a fin de que los jurados consideren sus trabajos como los mejores en alguno de los veintiún rubros en que se desglosó nuestra convocatoria. Han sido 747 los periodistas que concursaron en 2018, el mayor número de postulantes desde la creación de los premios ADEPA; también ha sido más elevado que nunca el número de trabajos puestos a consideración de los jueces: 1090, cifra en la que descuella la presencia cada vez más acentuada del periodismo de investigación y de datos, de infografías y videos, como sustancia y lucimiento que enaltece los textos. Gracias a los concursantes por la confianza puesta en ADEPA; gracias a los jurados.
En la voluntad de distinguir a los mejores subyace en una institución como ésta la preferencia por el periodismo de ideas por sobre el periodismo de escándalos, tan favorecido por algoritmos y métricas que premian lo que primero se adueña de la capilaridad de las audiencias. Sobre tales debilidades ha llamado la atención aquel intelectual que, al recuperar para estos tiempos una reflexión de John Stuart Mill, nos ha invitado por partida doble a pensar en lo arduo que resulta con frecuencia luchar contra las noticias falsas y las interpretaciones disparatadas: «Si se sometiera la revolución copernicana al voto de una asamblea democrática, en la que hubiera un buen retórico defendiendo el sistema ptolemaico, no podríamos descartar que este último ganara la votación».
Celebro haber hablado ante colegas que sienten el periodismo como si este fuera el mejor de los oficios.