Con la muerte del doctor Bartolomé Luis Mitre , ocurrida hoy en Buenos Aires como desenlace de una salud quebrantada durante largos años, se cierra para LA NACION el ciclo de más de un siglo y medio en que cinco generaciones de hombres de una misma familia estamparon el apellido Mitre en la dirección del diario.

Su desaparición se ha producido en circunstancias de orden general tan excepcionales que se diría que también para la humanidad se clausura una era. Las decisiones que las gentes y los gobiernos tomen en las próximas semanas, ha escrito Yuval Noak Harari, uno de los observadores más agudos de nuestro tiempo, probablemente modelen el planeta en los próximos años y resuelvan en qué clase de mundo viviremos cuando la tormenta de esta pandemia pase. Muchas de las medidas de corto plazo, dice el notable escritor israelí, se convertirán en parte de nuestra vida, pues es de la naturaleza de las grandes emergencias acelerar los procesos históricos.

El primer director de este diario, que precisamente resume la historia de 150 años del país y del mundo, fue su fundador, después de haber sido el primer presidente del país unificado constitucionalmente y quien inauguró los estudios históricos documentados con la Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, de 1857. Luego siguieron su hijo mayor, Bartolomé Mitre y Vedia, y sucesivamente, Emilio Mitre, Jorge A. Mitre, Luis Mitre y Bartolomé Mitre, padre del director de igual nombre que quien acaba de morir. Todos cumplieron con la responsabilidad de conducir el diario según el ideario trazado en el número inicial, del 4 de enero de 1870.

Si en algo han coincidido en tantos años simpatizantes y disidentes de la línea periodística de LA NACION ha sido sobre la coherencia con la cual ha preservado la fidelidad a una definida orientación. En breves interregnos de fines del siglo XIX, al fundador lo reemplazaron colaboradores de la máxima confianza, José Ojeda, Julio Piquet.

Bartolomé Mitre recibe una placa en el Salón Azul del Congreso de manos de Ernesto Sanz, ante la atenta mirada de Daniel Scioli – Con Carlos Chacho Alvárez, exvicepresidente de la Nación en el foro organizado por la SIP en Buenos Aires (1999)
 

Como en el caso de sus predecesores, el nombre de director que falleció hoy ha quedado asociado, más allá de su participación directa en tal o cual realización, a una etapa de gigantesca transformación del diario. Ya lo decían mis maestros: en lo instrumental, lo único permanente en un diario es el cambio. El general Mitre lo había creado con vistas a continuar, una vez finalizado su mandato presidencial, los debates, y hasta las luchas encarnizadas, en que se había involucrado desde la temprana juventud en oposición radical al pionero «vayamos por todo», de Juan Manuel de Rosas.

Permanecieron los principios y se afianzaron, como notas dominantes de la arquitectura periodística de LA NACION , la voluntad de difundir la cultura y la educación pública. El otro impulso definitorio de su identidad ha sido el de acompañar al campo como artífice del desarrollo del país. Y acertó, a juzgar por los incomparables índices de productividad a que el campo ha llegado en su evolución según se aprecia descarnadamente en los días que corren, con un país sin otras divisas sustanciales que las de la producción agropecuaria y con la alimentación asegurada por un campo que no para ni en la adversidad de la pandemia.

Todos los trabajos periodísticos de LA NACION , desde las operaciones gráficas y comerciales a las de las plataformas digitales e incluso televisivas que constituyen hoy la constelación por la cual LA NACION se viabiliza más que nunca como empresa periodística, se han ajustado invariablemente a una consigna: invertir en lo fundamental en el país a fin de asegurar la actualización incesante y el rigor profesional del oficio que demandan las audiencias más exigentes. Así fue en los siglos XIX y XX; así es en el siglo XXI.

Las primeras ediciones se imprimían en una máquina plana, último eslabón de tareas realizadas en el taller gráfico de San Martín 336, primero, y San Martín 344 a renglón seguido, con una tipografía de cuerpos móviles. Se hacía lo que hoy resulta inverosímil: un diario compuesto letra por letra, como por igual se configuraban las más modernas pizarras de noticias de nuestras vidrieras sobre la calle Florida y en las ciudades del interior donde hubiera una agencia de LA NACION . Esas modestísimas pizarras no eran en su tiempo menos serviciales de lo que han sido a su modo, en el siglo que corre, los tuits de concisión e impacto apropiado a los ecos inconmensurables de la era digital.

En la mesa familiar del hogar cuyos balcones se abrían a la Plaza San Martín, a metros de Florida, el doctor Bartolomé Luis Mitre pudo compenetrarse día a día de las vicisitudes del diario que su padre dirigía en nombre propio y subrogado en el de su hermana, María Elena Mitre de Noble, y en el de otras ramas de la prolífica descendencia de quien había gobernado el país entre 1862 y 1868. Se había acostumbrado desde chico al trato de personalidades de la vida política, cultural y social que frecuentaban al progenitor, hombre más bien retraído fuera de la intimidad familiar y del círculo de amigos. A esas relaciones Bartolomé Luis agregaría las propias de su generación y las de una naturaleza sociable que propendía a asumir con beneplácito todo lo que determinara desenvolverse en los diversos espacios de la escena pública, aquí y en el exterior.

Bartolomé Mitre en una disertación en la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) en Panamá (1997)

Cuando LA NACION inauguró a comienzos de 1969 sus nuevas rotativas en los tres subsuelos del edificio de Bouchard, el doctor Mitre se desempeñaba como gerente de Ventas. Después de ejercer por un breve período la sub administración del diario, fue designado administrador en 1974; y, al cabo de dos años, subdirector, con retención del cargo anterior. En esa doble condición intervino en las gestiones de adquisición por LA NACION , Clarín y La Razón de acciones de Papel Prensa SA, cuyo directorio presidió en diversos períodos.

Miembro del Directorio de SA LA NACION desde 1980, el doctor Mitre asumió la dirección periodística del diario, y la vicepresidencia de la sociedad que lo edita, a la muerte de su padre, en agosto de 1982. Hasta los últimos días celebró, como una de sus más acertadas decisiones, la de haber impulsado a LA NACION a aceptar la propuesta hecha por miembros de la familia de David Graiver, cuando este desapareció en un accidente de aviación en 1976, de que LA NACION comprara parte del accionariado de esa empresa.

Más de treinta años después de concretadas aquellas negociaciones debió afrontar una denuncia interpuesta en 2009 por Lidia Papaleo y Rafael Iannover, en coincidencia con manifestaciones del entonces secretario de Comercio, Guillermo Moreno, de que Papel Prensa debería quedar por entero en manos del Estado. Por aquella denuncia se sostuvo que las acciones de la empresa habían sido adquiridas por accionistas de los diarios como consecuencia de apremios constitutivos de delitos de lesa humanidad a los que habrían sido sometidos por elementos del régimen militar algunos de sus anteriores propietarios.

Olvidaron decir que los Graiver habían ofrecido en 1976 en venta no sólo su participación en Papel Prensa, sino también la propiedad de otras empresas del grupo, como el Banco Comercial de La Plata y el Banco de Hurlingham. El grupo había actuado de tal modo antes de que en 1977 los militares se notificaran del papel de David Graiver como banquero de Montoneros, pero después de que recibieran amenazas terroristas contra sus vidas, según lo reconocieron en 1986 ante la Cámara Federal. Montoneros había urgido al clan Graiver a devolver los 17 millones de dólares, parte del producto obtenido por el secuestro de los hermanos Born, que habían entregado a David Graiver para que los lavara y pusiera a trabajar en su oscuro circuito financiero.

Los denunciantes perdieron el reclamo judicial en primera y segunda instancia; también perdieron ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a la que recurrieron en queja. No consiguieron probar sus extemporáneas manifestaciones después de treinta años de los hechos denunciados, pero ocasionaron un perjuicio moral gravísimo, en la imputación de delitos falsos, a personas como Mitre, Ernestina Noble y Héctor Magnetto, entre otros. El aparato de propaganda gubernamental del kirchnerismo utilizó aquella denuncia judicialmente desestimada hasta el máximo de los delirios.

LA NACION estaba prevenida para situaciones en extremo descalificatorias por parte de aquel oficialismo. Lo infería desde la inusitada violencia de una solicitada de 2002 del entonces gobernador de Santa Cruz contra el director de LA NACION . En esa solicitada, que el diario publicó en su integridad, Kirchner se desmandaba en ira a raíz de la crítica editorial que el diario le había hecho por no haber acatado dos resoluciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, instándolo a reponer al procurador general de su provincia, removido arbitrariamente del cargo.

A principios de 1980, el doctor Mitre comenzó a frecuentar las reuniones de la Sociedad Interamericana de Prensa. Viajó durante casi cuarenta años por todas las ciudades del continente americano que se ofrecían como ámbito para las discusiones anuales sobre la situación regional de la libertad de prensa. La SIP le confió varias veces, entre otras, la función de vocero sobre la evolución de la prensa en la Argentina.

Como reflejo del interés con el que el doctor Mitre se acercó a esos temas, vieron la luz, con su nombre, dos libros gestados en conversaciones con colaboradores inmediatos, como Luis Jorge Zanotti: «Sin libertad de prensa no hay libertad» y «El derecho de réplica».

En 1912, en el primero de los dos periodos bajo la dirección de su abuelo, Luis Mitre, LA NACION había celebrado la experiencia inaugural de la ley Sáenz Peña, de lista incompleta y voto obligatorio, universal y secreto, que facilitaría a Hipólito Yrigoyen el acceso a la Presidencia, cuatro años después. Al nieto de Luis Mitre le correspondería asumir en 1982 la conducción del diario en días de desconcierto y desaliento, entre la crisis política, económica y moral que había sobrevenido como derivación de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, que vino a sumarse, en siniestro colofón, a la herencia dejada por el terrorismo de Estado con el que se persiguió a las bandas subversivas. Fue un tiempo de superposición de violencias y de un fenómeno de extraordinaria gravedad histórica, única en más de doscientos años desde la emancipación nacional.

Años de plomo que habían comenzado a tomar forma en los años sesenta, dentro del molde regional perfilado desde La Habana, insuflado por lecturas gramscianas y contribuciones trotskistas a la violencia, pero potenciado todo en lo esencial por la apelación a los recursos operables en manos de los grandes actores en el contexto mundial de la guerra fría.

Historia nada lejana, en verdad: desde el telón de acero que Stalin hizo bajar después de la guerra mundial sobre la mitad de Europa a la caída del muro de Berlín en 1989 y la implosión del imperio soviético en 1990. Años en que LA NACION mantuvo invariablemente la mira tanto en la reconstitución plena de las instituciones representativas como del sistema de partidos políticos, cuyos dirigentes encontraron aquí los resquicios posibles, en cada período de hierro de la época, para la difusión de sus ideas y propuestas.

Al fin llegó la apertura democrática que por fortuna perdura, tras vicisitudes azarosas, en medio de rencores de índole varia, que desalinearon incluso las filas militares y se tradujeron en enfrentamientos, solapados unas veces, y hasta violentamente trágicos, en otras más, como lo fue, en 1977, la desaparición de autoría nunca resuelta pero imaginable del entonces embajador argentino en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá.

Y tras la apertura, la restauración democrática de 1983, con la que se clausuró el prolongado período de prohibición de las actividades de los partidos políticos, de los gremios y de las cámaras empresarias, dispuesta en mayo de 1976, después que LA NACION revelara que ya había más de 800 detenidos con paradero desconocido. Años en que la prensa republicana informó a menudo entre los intersticios y entrelíneas que aprovechaba para el cumplimiento de su misión tan perturbada desde el poder. Años de dictadura militar, sí, pero engendrada en medio de la atmósfera de enajenación colectiva que el escritor y diplomático Abel Posse describió de esta manera: «A principios de los años setenta en Argentina, una sombra de muerte anunciaba una década realmente infame. La década infame de un niño perdido a contra historia. Un retardado que descubre un arma cargada».

Como en otros asuntos, el periodismo elabora los primeros borradores de lo que ha sucedido o sucede. La versión final sobre esos años correrá por cuenta de la Historia -la misma que interpela a gentes y gobierno en la actual encrucijada de la salud humana- en «ese misterioso taller de Dios», del que hablaba Goethe, y con el que se conmovió Stefan Zweig.

Mientras se clausuraba aquel tiempo argentino de crímenes, desaliento y congojas, los grandes periódicos del mundo dejaban atrás la vieja composición en plomo de sus páginas y se alistaban para la era del offset, el sistema de fotocomposición en frío. LA NACION se aventuró en esas nuevas experiencias entre el pelotón de avanzada y organizó a su turno el ingreso paulatino y ordenado desde la prensa gráfica de la era de Gutenberg a la del periodismo digitalizado de la contemporaneidad.

Fue a mediados de los ochenta, por decisión del doctor Mitre, que LA NACION instaló en su Redacción, al principio sin objetivo práctico en apariencia, una computadora francesa de escritorio, de marca Cerci. Esta cumplió, sin embargo, la función vital de que el elenco de periodistas del diario se familiarizara, de manera espontánea, con sus mecanismos y secretos. Se superó con creces y prontitud la desconfianza natural de nuestros periodistas ante lo desconocido. Esa computadora, «que no mordía», contra lo que se rumoreaba entre bromas en la Redacción, fue mucho más que un sucedáneo moderno de la máquina de escribir en cuyas versiones de Olivetti, y en las más viejas aún, las renegridas Underwood, habían batido teclas, día tras día, varias generaciones de periodistas del diario. Rubén Darío, entre ellos.

Las primeras computadoras Cerci ordenadas por el doctor Mitre costaron 17.500 dólares de mediados de los ochenta. Nadie objetó nada, como se comprenderá, al gerente de Sistemas de la época cuando hizo saber a las autoridades de la Redacción que resultaba inimaginable que en algún momento hubiera presupuesto suficiente para adquirir más de una computadora por cada cinco redactores. Deberían, pues, turnarse en su utilización. Así fue al comienzo, que duró un soplo. Lo barrió la vertiginosidad de una evolución tecnológica y de adecuación de costos que han transformado esta industria cultural con la fuerza de un huracán en los últimos treinta años. Pronto la Redacción estaría tan poblada de computadoras como de periodistas.

El traslado total de LA NACION hasta el solar de Bouchard, tanto desde su asiento más que centenario en San Martín 344 como desde el más moderno en la misma manzana porteña, pero sobre Florida, se completó el 16 de diciembre de 1979. La operación se realizó sin que la edición del día sufriera tropiezos. Con la reconstrucción institucional de 1983, el periodismo había recuperado la arena propicia para su funcionamiento. En esas condiciones, a la par que se consolidaba el paulatino aggiornamiento técnico y tecnológico de LA NACION , se afirmó, con un caudal creciente de páginas, la calidad del diario. Decía El País de Madrid, en junio de 1988, a raíz de una entrevista con nuestro director: «Las secciones de política, economía y cultura de LA NACION son las más buscadas por los argentinos tras la larga noche de la dictadura».

En 1983, Mitre autorizó la contratación de Rolf Rehe, profesor de Diseño y Tipografía de la Universidad de Indianápolis, Indiana. Rehe, un alemán de carácter reservado, conocido en el mundo periodístico por su versación especializada en cuestiones tipográficas, asumió el encargo de realizar el primer diseño completo de la era moderna del diario bajo la tutela de quienes ejercían el mando periodístico y velaban por la sustancia del oficio. Los rediseños gráficos suelen avanzar en círculos, hasta encontrarse a veces con elementos existentes en algún punto de partida. Como hubo tres rediseños de Rehe, y sobre ellos otros más con el paso del tiempo, no es raro que de tanto en tanto reaparezca un detalle en apariencia novedoso en la modelación de la forma en que el diario se presenta a los lectores, y que alguien, conocedor de los secretos del diario, diga con la flema del caso: «Eso ya lo había hecho el viejo Rehe».

Por influencia de los medios audiovisuales, la prensa escrita redoblaba en los años ochenta el esfuerzo por lograr que sus ejemplares constituyeran, al margen de las exigencias inexcusables de contar con textos confiables e interesantes, ejemplares estéticamente valiosos, atractivos. Se trataba de que el diseño actuara como eficaz hoja de ruta por las páginas del diario y que esa guía sirviera al creciente número de lectores cada vez más apremiados, y en lucha con la inelasticidad de las 24 horas del día, por lograr una aplicación eficaz del tiempo dedicado a la lectura.

LA NACION también incorporó el color a sus páginas en los años de la dirección del doctor Mitre. Las técnicas de impresión habían evolucionado de forma de asegurar las calidades de reproducir la realidad tal como se nos presenta, con matices múltiples en su coloratura. No fue otra novedad menor, sin duda, la de introducir la firma en las notas de interpretación o en las crónicas con verdaderos hallazgos informativos o con una carga subjetiva que justificara dejar constancia de la autoría de esos textos.

Influyeron en esa decisión la gravitación creciente, en el campo periodístico, de la radio, que otorga una voz reconocible a la noticia, y de la televisión, que a la voz suma la identificación de la cara y los gestos de quienes las trasmiten. El asunto estuvo en discusión un par de años a partir de fines de 1981, hasta que el director aceptó que se abandonara el anacronismo legitimado desde antiguo por el concepto de que el logo de una publicación se bastaba para garantizar la confiabilidad del contenido, como todavía sucede con los artículos de The Economist. Había llegado el tiempo de acortar más distancias con los lectores, de establecer una relación más cálida, directa y amistosa con quienes lo escribían. La firma contribuiría a tales propósitos.

Como parte de los cambios sucesivos que se introducían en el diario, el doctor Mitre aprobó un proceso de segmentación de las secciones periodísticas en diversos suplementos. Se aseguraba así que una misma copia del diario estuviera simultáneamente en distintas manos, según las preferencias de cada lector en un mismo hogar o ámbito de lectura. Por esa vía se satisfacían, además, las expectativas específicas de los avisadores de encontrar la promoción de sus productos y servicios en páginas afines con la sensibilidad e intereses de quienes las leían con preferencia.

Continuó también este director, tan activo en la conducción del diario hasta poco antes de promediar la década de los noventa, la tradición sentada por el fundador de otorgar atención preferencial a la relación del diario con los países vecinos, en particular Brasil, Chile y Uruguay; también con los Estados Unidos y los países europeos de mayores vínculos con la Argentina. Tal constancia le fue reconocida en las condecoraciones de la Orden al Mérito, en grado de comendador, de Italia (1982); de la Orden de Río Branco, en grado de comendador, de Brasil (1985); de la Orden de Boyacá, en grado de comendador, de Colombia (1985); de la de Gran Oficial al Mérito, de Italia (1987); de la encomienda de la Orden al Mérito Civil, de España (1989), y de la Cruz de Comendador de la Orden al Mérito, de Alemania (1999). Uno de los últimos galardones que recibió fue el Gran Premio ABC a su trayectoria periodística, que le entregó el rey de España, Felipe VI.

Especial significación tuvo para él haber recibido en 1987, en el Palacio Eliseo, del presidente Francois Mitterand, la Legión de Honor. Al conferirle la distinción instituida en 1804 por Napoleón, labrada con el busto de Marianne, la muchacha-símbolo de la Revolución Francesa, Mitterand dijo: «La llama de la cultura franco-argentina es mantenida por LA NACION , gran diario que ama a Francia y sirve a la causa del idioma francés». Hablaba del diario en cuyas páginas habían escrito, entre tantos portentos de las letras francesas, Alphonse Daudet, Emilio Zola, Remy de Gourmont, Paul Verlaine…

El doctor Mitre era miembro de la Academia Argentina de Ciencias de la Empresa y del Club del Siglo, en cuyo seno políticos, intelectuales y empresarios argentinos debaten mensualmente, mientras almuerzan, sobre temas del país. La Academia Nacional de Periodismo y la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) lo distinguieron por su trayectoria. Fue un entusiasta del polo y el tenis, que practicó; del fútbol, al que su padre lo embanderó con los colores de Racing, y de la crianza de caballos árabes, que realizó en nuestro medio y en Uruguay. Fue miembro de la Comisión de Carreras y presidente del Stud Book del Jockey Club.

Hijo de Bartolomé Mitre y de María del Rosario Noales de Mitre, el doctor Mitre contó en sus años activos con el aprecio del personal de todas las secciones del diario, entre quienes se hizo notar por el trato generoso. Estaba casado desde hacía veinte años con la señora Nequi Galotti. Con la colaboración activa de esta, su última mujer, hizo del hogar de la calle Juramento un centro animado de tertulias con amigos, que replicó en el establecimiento rural de Baradero.

Deja cinco hijos por quienes profesó cariño y preocupación en las sucesivas alternativas de su vida personal: María Dolores, María del Rosario, Bartolomé, Esmeralda y Santos. Había nacido en Buenos Aires el 2 de abril de 1940.

Por: José Claudio Escribano

Fuente: La Nación.