Palabras pronunciadas ayer por el autor en el acto de entrega de los Premios ADEPA al Periodismo 2020.
Este acto de entrega de los premios anuales ADEPA comparte las limitaciones a que ha debido someterse en 2020 la tarea habitual de informar a la sociedad con la mayor diligencia. Rigen así las reglas de la distancia y la virtualidad que suponíamos habrían de imperar sin excepciones irritantes a la igualdad ante la ley.
Las tecnologías digitales, transformadoras del periodismo desde hace dos largas décadas, han expandido su gravitación en la encrucijada que se prolonga desde principios de año. Han penetrado en todos los resquicios de la vida cotidiana. Han favorecido la realización de reuniones mediatizadas como ésta e instalado el convencimiento de que los cambios que se hallaban en gestación, como continuidad de la gran revolución tecnológica en las comunicaciones, no sólo han irrumpido antes de lo esperado; en muchos casos, han llegado para quedarse.
Al permitir que disminuyan los desplazamientos humanos, esas tecnologías han seducido por ahorrar riesgos para vidas y costos para empresas e individuos, y por perfeccionar el aprovechamiento del tiempo, variable en pie en esta tormenta de innovaciones. No está en discusión que el día solar medio seguirá disponiendo de los 86.400 segundos, o de las 24 horas, que calcularon los egipcios en la antigüedad; ni una hora más, tampoco una menos.
Pero la nueva normalidad, que se espera en ansiosa vigilia, será algo distinta de la normalidad anterior, si es que pudiera hablarse de un orden mundial estable en medio de migraciones masivas impulsadas por el hambre, la violencia y el sueño de conquistar libertades que han sido negadas. A eso se suman los logros continuos de la ciencia y del conocimiento multidisciplinario.
Echan espesas sombras sobre una normalidad satisfactoria tanto las guerras que se suceden como los conatos de otros peligrosos conflictos, sin olvidar la creciente conmoción, notable entre los jóvenes, por el desdén ante alertas de una naturaleza severamente agredida.
En circunstancias excepcionales mis palabras de reconocimiento a los colegas galardonados con los premios ADEPA deben alcanzar por igual a cuantos han preservado, en estos azarosos meses, la llama inspiradora del oficio. Unos, lo han hecho desde los puestos habituales de trabajo; otros, desde el refugio de hogares alterados en su rutina, y otros más, desde la calle, desde donde fuere, afrontando riesgos para la salud y vida en misión laboral refractaria a dilaciones.
No enseñaré a ustedes, que han hecho méritos para recibir distinciones de jurados de máxima jerarquía, la premisa de que la anticipación constituye un valor estratégico en el periodismo. Y que es tan apremiante por definición el momento de coronar tal o cual labor periodística, que más vale no preguntar, a quiénes comandan una Redacción, para cuándo necesitan que fructifique el trabajo encomendado. Podrían contestar que no para mañana, que tampoco para hoy; probablemente, para ayer.
Esa mordacidad esparcida de generación en generación entre gentes del oficio, transparenta el perenne nervio de la premura, de la urgencia movilizadora de la actividad periodística. Lo prueba el caso de Albert Merriman Smith, reportero acreditado en la Casa Blanca por la agencia noticiosa United Press International, quien obtuvo el codiciado Pulitzer Prize por apenas dos líneas de texto.
Las despachó al apoderarse, madrugando a decenas de colegas, del radioteléfono que había en el vehículo de la prensa en el cortejo de funcionarios, legisladores y periodistas que seguían al presidente Kennedy por avenidas de Dallas, el trágico 22 de noviembre de 1963. Sus líneas precedieron por unos minutos –los minutos que en periodismo valen oro- a la catarata informativa que desbordaría más tarde de los medios informativos de todo el mundo: “Tres disparos contra la caravana del presidente Kennedy en Dallas”, fue lo primero que informó Smith, en concisión suprema, en esos momentos iniciales de incertidumbre sobre qué había ocurrido en la mañana de zozobra histórica.
De modo que cuando a mediados de año nos alistábamos para el lanzamiento de estos premios, hubo en la conducción de ADEPA la inmediata coincidencia de que al fenómeno de gravedad mundial, que aún condiciona la vida humana en el planeta, debía corresponderse una decisión de carácter único de nuestra parte. Así, sobre la marcha, se agregó, a las veintiuna categorías copatrocinadas por empresas periodísticas y de comunicación y por instituciones del rango de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de Unicef – brazo de las Naciones Unidas para la niñez y la adolescencia- y de la Federación Argentina Colegios de Abogados, un premio especial de ADEPA. Sería a la mejor cobertura periodística del flagelo que ha hecho estragos y planteado a los hombres de Estado disyuntivas contrapuestas: “Vida o Economía”, y la más certera, acaso: “Vida o Vida”.
Uno de los sustentos del buen periodismo, en el plano de las anticipaciones o primicias, es la captura informativa y debidamente interpretada de lo que sobrevendrá, o de lo que ya es cuerpo de una realidad configurada por acontecimientos de actualidad. Todo ese empeño queda al borde del fracaso cuando la precipitación prescinde de la prudente constatación de hechos y datos, sólido andamio desde el cual se alcanzan las alturas no fácilmente asibles de la confiabilidad pública como activo más relevante de un medio.
La madurez profesional debe propender al equilibrio entre la responsabilidad por adelantarse a otros competidores en la carrera de informar y la perspicacia en evitar los errores y costos que se pagan por apuros descontrolados. Entre ese tipo de infortunios y los comportamientos dolosos, realizados con la intencionalidad deliberada de engañar de las “fake news”, se interpone un abismo de dimensión moral.
En esa constelación indeseable entran otros fenómenos agudizados en la contemporaneidad, como los relatos políticos tan incompatibles con lo verosímil que entran cómodamente en los bajos fondos de la ciencia ficción. “Mentir es un vicio maldito –escribió Montaigne, en el primer tomo de sus ensayos, de 1598-. Sólo por la palabra somos hombres y nos mantenemos unidos entre nosotros”. ¿Cómo dialogar, entonces, con la palabra devaluada, con la palabra por el suelo, y con razones para desconfiar, incluso de la sinceridad de los saludos?
Concierne al magisterio periodístico, hoy más que nunca por las defecciones en la educación pública, procurar que en la sociedad se reestablezca el valor de la palabra y el respeto por la sacralidad de los hechos, sean del presente o del pasado. No debemos desfallecer en la tarea docente en que se empleó Tzvetan Todorov, pensador de nuestros días, de esforzarnos por evaluar, más allá de la elocuencia y pasión en los discursos, el grado de exactitud de las afirmaciones de que estos alardean.
Al tiempo que felicito en nombre de ADEPA a cada uno de los premiados este año por la calidad de los trabajos, reitero la solidaridad con los colegas aplicados al periodismo de investigación. En tal disciplina ha habido en los últimos años logros realzados en la prensa internacional como ejemplo de profesionalismo calificado por la precisión, rigurosidad y servicio cívico.
En un país con el grado de depreciación moral perceptible en franjas de la política y la justicia y, en otros planos, como los de la dirigencia deportiva, las manifestaciones de agresión e intimidación a la prensa encuentran incentivos de propagación. Ahora se particularizan contra colegas que han hecho de la investigación periodística una ciencia y un arte.
“Si no protegemos a los periodistas, nuestra capacidad de mantenernos informados y adoptar decisiones fundamentadas se ve gravemente obstaculizada”, dijo António Guterres, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas. Cuando los periodistas no pueden hacer su trabajo en condiciones de seguridad –insistió-, perdemos una importante defensa contra la pandemia de información errónea y desinformación que padece la humanidad.
Contra este mal disponemos de la inmunidad conferida por los viejos principios éticos de las grandes escuelas del periodismo.
Por José Claudio Escribano