Como fundamento de la distinción que hoy recibo se señala que me ha sido concedida “por la continuada, profusa y relevante actividad como estudioso y expositor de la cuestión educativa.” Por eso, creo oportuno compartir con Ustedes algunas reflexiones acerca de la influencia que ejerce sobre la educación la actividad periodística y, en general, la de nuestra galaxia comunicacional. Estoy convencido de que los periodistas y los responsables de la comunicación, realizan una importante labor docente porque, al dirigirse a los demás, se transforman en ejemplos como lo son los padres y los maestros.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado los medios de comunicación, en especial los audiovisuales, han adquirido un predominio casi hegemónico en nuestra vida cotidiana. Recién comenzamos a advertir los profundos efectos que esta nueva realidad comunicacional ejerce sobre el desarrollo de la cultura contemporánea que asiste a una verdadera mutación de lo humano. Esos medios han ampliado a escala global el panorama vital de las personas permitiéndoles acceder a realidades que trascienden las de sus propias vidas limitadas. Sin embargo, para alcanzar ese objetivo, estas poderosas herramientas con frecuencia se utilizan sin prestar la debida atención a la influencia que ejerce el modo en que abordan a la audiencia. Si bien nadie duda del poder que tienen estos medios para determinar la conducta del consumidor –no es poco lo que se paga por capturar escasos segundos de su atención dirigiéndola hacia algún producto– no siempre se advierte que los espacios “no comerciales”, ejercen una influencia similar en las demás esferas de la vida de las personas.

¿Qué nos hace pensar que los medios son efectivos para modificar los hábitos de consumo de alguien pero que no influyen en su manera de comportarse? Sería a esta altura ingenuo sostener que se puede inducir a las personas a comprar un jabón pero que a esas mismas personas no les afecta escuchar a quienes ocupan su atención cotidiana, no pocas veces paradigmas de una vulgaridad alarmante. Incluso aquellos que poseen una buena formación intelectual, adoptan en los medios una actitud grosera y agresiva, creyendo acercarse así a la gente. Han perdido la dimensión de su ejemplaridad.

Resulta importante tomar conciencia del hecho de que no solo el reducido vocabulario sino también el trato carente de todo respeto cuando no denigrante, que se dispensan entre si quienes ingresan a nuestros hogares, constituye una influyente escuela en la que se forman niños y jóvenes y en la que también se van deformando muchos adultos. El impulso que lleva al insulto explícito, convertido ya en habitual, siembra las semillas de la violencia que tanto preocupa en la vida de relación social.
La escena pública se ve así notablemente empobrecida ya que casi no existe un debate serio de ideas que oponga concepciones elaboradas, sino que las posiciones contrastantes ante un determinado problema se resumen en agresiones de ramplona vulgaridad. Encumbradas figuras públicas expresan los conceptos más groseros e insultantes sobre otras personas, incluso representantes de instituciones, sin siquiera tomar conciencia del impacto que ellos ejercen sobre el conjunto de la sociedad debido a la investidura de quien los dice. Se genera así un clima que, en lugar de ayudarnos a ascender hacia niveles más racionales y reflexivos, nos hace retroceder a lo más primitivo e irracional del ser humano.

Las causas de esta corrupción de nuestra lengua son múltiples y diversas pero, entre las importantes, cabe destacar el escaso interés por enseñar a manejarla con propiedad. Como el niño ya habla, olvidamos que no sólo se aprende la lengua expresándose, sino que también se lo hace leyendo, escribiendo y escuchando. Antes en la escuela a los niños se les decía: “He aquí nuestra lengua” y se los invitaba a aprenderla, a sumergirse en ella, a construirla con cuidado, a memorizar poemas porque los poetas son quienes mejor la conocen. Hoy resulta más cómodo decirles: “Habla”. La lengua es concebida como un utilitario medio de comunicación sin que importe su primitivismo. Cuando, como ahora, la escuela renuncia a enseñar la lengua privilegiando la espontaneidad, exaltando el individualismo y tolerando una vigorosa resistencia a aprender normas como las que rigen su empleo, los verdaderos maestros de nuestros hijos pasan a ser quienes les hablan desde los medios. El lenguaje cotidiano de muchos de los modernos héroes de la comunicación, los nuevos famosos de la nada, se ha convertido en el silabario con el que se ejercitan los niños.

A menudo se ha hecho notar la pérdida de distinción entre la lengua pública y la lengua privada que caracteriza a nuestra época. Los límites entre ellas son cada vez más difusos y es frecuente, como hemos señalado, asistir en los medios a intercambios de insultos y descalificaciones desconocidos en muchos hogares. Asumiendo que las familias se comunican de manera primitiva y con insultos, se ha instalado en el espacio público una grosería expresiva que, aparentemente, supone la democratización de la comunicación. El lenguaje vulgar que se emplea, que cosifica y degrada al ser humano, no hace sino reflejar interiores vulgares y hasta ha perdido ya todo efecto provocador. El repertorio de groserías sucumbe, devaluado por la inflación. El lenguaje pretendidamente «actual», convertido en chic, revela ignorancia, primitivismo, escaso repertorio de palabras. Palabras, hacen falta palabras. Como decía el biólogo y Premio Nobel francés François Jacob, “Somos una mezcla de ácidos nucleicos y recuerdos, de sueños y proteínas, de células y palabras”. Privar a las personas de palabras, como lo estamos haciendo, equivale a escamotearles la capacidad de pensarse, de pensar el mundo y de expresar sus ideas, rasgos esenciales de la construcción de lo humano.

En nuestra sociedad de la emoción, la escuela centrada en la razón, se desvanece. Olvidamos, entre otras cosas, que utilizar bien la lengua hace bien a la democracia, ya que “lengua corrupta equivale a democracia corrupta”. Por eso, la escuela debería proponerse reconstruir culturalmente al protagonista político de la democracia, comenzando por brindarle el dominio del lenguaje que le permita comprender y expresarse, volver a debatir.

Los nuevos ciudadanos se modelan en base a lo único que realmente educa: los ejemplos. Por eso alarma que estemos construyendo un formidable aparato educativo basado en ejemplos que, en su mayor parte, no solo no estimulan a las personas a elevarse sino que, aun si aspiraran a hacerlo, las disuaden de tal propósito escenificando una ignorancia orgullosa y militante. Todo, claro, sucede a los gritos y con balbuceos primarios que contribuyen a crear una atmósfera marginal, casi carcelaria.

Asistiríamos a una verdadera revolución educativa en el país si quienes se enfrentan a un teclado, un micrófono o una cámara de televisión con el propósito de comunicar se hubieran formado como seres humanos completos y complejos manejando bien la lengua y respetándose entre sí y a su audiencia. Si a estas audiencias, cuya masividad supera las de cualquier sistema educativo concebible, los medios – la “otra educación”, hoy la verdadera – les suministran a diario una dosis no despreciable de incultura, no debería sorprendernos observar en la realidad cotidiana la eficacia de esas lecciones impartidas desde aulas tan poderosas como convincentes en su afán de educarnos como consumidores. Quien siembra incultura, recoge incultura. Al sembrador corresponde la responsabilidad por la simiente y por la cosecha. Es que la responsabilidad es nuestra y no de la tierra que recibe nuestra semilla, como pretendemos justificarnos. Tal vez resulte posible lograr que esos medios cumplan sus funciones socialmente importantes como las de informar y entretener, sin renunciar a vender pero sin vaciar al mismo tiempo de sentido y de respeto nuestra relación con nosotros mismos y con los demás. Comprendiendo su papel de ejemplo.

Debemos advertir que, así como el planeta corre graves riesgos físicos si no actuamos para evitar la contaminación ambiental, similares peligros acechan a la naturaleza humana si persistimos en contaminar el interior de nuestros jóvenes con lo peor de que es capaz el ser humano. Aunque esta cuestión carezca de interés para los medios, debería ser de primordial importancia para nosotros ya que se trata de nuestras propias vidas, del vasto espacio interior en el que la persona adquiere su verdadera dimensión, adonde debe retornar para buscar el valor de la honradez, la responsabilidad y la justicia. Vivir es amueblar ese espacio interior. Por eso es importante mantener limpia su atmósfera, preservarla de la contaminación de la realidad irreal porque, precisamente, es en ese interior donde deberemos recogernos para sobrevivir.

Si se pierde la instancia única, que hoy ofrece la escuela, de dotar a nuestros niños y jóvenes de las herramientas intelectuales que les permitan comprender el mundo complejo que nos rodea, correrá serio peligro el futuro de la civilización. La escuela debería ser vista como el lugar de resistencia de lo humano. Porque la materia prima de la escuela no es la última información. Es la adquisición de marcos de referencia, del andamiaje básico que permita interpretar y manejar críticamente esa información. Estamos demasiado informados pero muy poco pensados. Como señala Julián Marías, somos “primitivos llenos de noticias”, corporizamos crecientemente el “vacío mental”. Por eso sin resistir y sonrientes, como anticipaba Huxley en su distopía, nos entregamos al opresor que nos va rellenando con la cultura del burlesco. Trágicamente, ni siquiera reconocemos a quién nos asfixia. Por eso es crucial que los periodistas cuenten con una formación lo suficientemente amplia y cuidada como para poder ayudar a sus interlocutores a comprender y a comprenderse. Quiéranlo o no, están condenados a ser maestros.

El despojo al que sometemos a las nuevas generaciones resulta aún más grave en momentos en que la escuela sufre fuertes presiones para desertar de su misión de mostrar que existen otras realidades, que hay otras alternativas. Que el ser humano que hoy se desliza velozmente por la superficie de la realidad es también habitante del tiempo lento de la imaginación y la reflexión. La educación constituye la herramienta esencial para amueblar ese espacio interior, para cimentar la ciudadanía, para permitir que germinen la libertad y la grandeza que no lo hacen en un pueblo ignorante y esclavo. Porque conformar una democracia sólida, supone esencialmente, estimular la elevación de sus protagonistas.

Como afirma el periodista y escritor español Manuel Vicent, para escapar del ruidoso mundo en que vivimos no necesitamos movernos. El lugar donde fugarnos está más cerca de lo que pensamos. Está dentro de nosotros mismos. Quienes se proponen comunicar, innegables artífices de la educación de las personas, deberían asumir la responsabilidad singular que les cabe de contribuir a que el interior de cada uno de nosotros sea lo más amplio, rico y noble posible. En otras palabras, lo más humano posible.

 


 

Trayectoria de Guillermo Jaim Etcheverry

Completó sus estudios de medicina con Diploma de Honor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. En esa institución obtuvo el título de Doctor en Medicina en 1972, habiendo merecido su tesis de doctorado el premio Facultad de Medicina a la mejor Tesis en Ciencias Básicas. Dedicado en forma exclusiva a la docencia y la investigación en el campo de la neurobiología, fue becario de iniciación y de perfeccionamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), institución en la que se desempeñó como Investigador Principal en su Carrera del Investigador Científico hasta 2012. Ocupó todas las posiciones docentes en el Departamento de Biología Celular e Histología de la Facultad de Medicina (UBA) del que fue profesor titular y director hasta 2008. Entre los años 1986 y 1990 fue decano de esa Facultad. Realizó estudios de posgrado en Basilea, Suiza y, entre otras distinciones, obtuvo la beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation que le permitió trabajar en el Salk Institute de La Jolla, California durante 1978. Es editor de numerosas publicaciones nacionales e internacionales. Es miembro correspondiente de la Academia Ciencias Médicas de Córdoba y miembro de número de la Academia Nacional de Educación, de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación. En 1999 publicó el libro titulado «La tragedia educativa» que recibió el premio al mejor libro de educación del año otorgado por las X Jornadas Internacionales de Educación. En 2001 recibió el premio “Maestro de la medicina argentina”. En mayo de 2002 fue elegido rector de la Universidad de Buenos Aires para el periodo 2002-2006. En 2004 fue elegido Foreign Honorary Member por la American Academy of Arts and Sciences de los Estados Unidos de América e integró el jurado que otorgó los “The Rolex Awards for Enterprise”. Entre 2005 y 2011, presidió el Comité de Selección de las becas que otorga la John Simon Guggenheim Memorial Foundation y ese año fue designado Chevalier dans l’Ordre des Palmes Académiques por la República Francesa. Entre 2006 y 2012 presidió la Fundación Carolina de Argentina. En 2007 recibió la Médaille d’Or de la Societé d’Encouragement au Progres” de Francia. En 2010 recibió la « Medalla del Bicentenario » del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En 2014 recibió el Premio Santa Clara de Asís a la trayectoria y el doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires (UNNOBA).