Por Claudio Paolillo*
En setiembre de 1988, el escritor Salman Rushdie publicó una novela a la que llamó Los versos satánicos. El ayatola Jomeini, entonces al mando en Irán, emitió un edicto religioso, conocido como fatwa, en el que convocó a todos los musulmanes del mundo a asesinar a Salman Rushdie porque entendió que el contenido de la novela era una blasfemia contra el Islam. El ayatola Jomeini acusó a Rushdie de ser irreverente con el profeta Mahoma y por eso dijo que el escritor debía morir.
La India prohibió el libro en octubre de 1988, Sudáfrica en noviembre y después lo harían Pakistán, Arabia Saudita, Egipto, Somalia, Bangladesh, Sudán, Malasia, Indonesia y Qatar, donde parece que se va a jugar un Mundial de Fútbol en el 2022 (si van, no lleven la novela).
Jomeini también llamó a los musulmanes a matar a los editores que se animaran a publicar Los versos satánicos. Además, ofreció una recompensa de US$ 3 millones por la muerte de Rushdie, recompensa que fue aumentando hasta llegar hoy a US$ 6,6 millones. Por supuesto, el escritor pasó años viviendo escondido bajo la protección británica.
Pero el llamado de Jomeini provocó incendios de librerías que vendían Los versos satánicos y protestas ante embajadas británicas. En 1991, el traductor de la obra al japonés fue asesinado en Tokio y el traductor al italiano fue apuñalado en Milán. En 1993, el editor noruego de Rushdie fue tiroteado frente a su casa en Oslo y 37 personas murieron en un hotel de Turquía, quemadas por fanáticos que protestaban contra el traductor del libro al turco.
¿Por qué les recuerdo la historia de Salman Rushdie, aunque quizá ya la conozcan? Porque en el año 2008, durante una entrevista con el periodista dinamarqués Flemming Rose, Rushdie dijo que la libertad de expresión no es solamente un derecho político. Tiene que ver, también, con quiénes somos como seres humanos. Porque lo que nos diferencia de otros seres es que nosotros tenemos la función del lenguaje. Es decir, nosotros somos seres que contamos historias. Nosotros nos entendemos a nosotros mismos y nos comunicamos con otros por medio del lenguaje y contando historias.
Eso significa que si alguien infringe ese derecho, que es inherente al ser humano y que define al ser humano, no solo está cometiendo un crimen político sino que está cometiendo un crimen contra la naturaleza humana.
Por eso la libertad de expresión es tan fundamental. Porque supone la comprensión de que el individuo es un ser humano moralmente autónomo que tiene la capacidad de razonar, de hablar y la habilidad de entender y reaccionar respecto a lo que digan o piensen otros.
Ningún individuo, ningún grupo, ningún Estado debería tener el poder de esconder discursos u opiniones de nosotros porque piensen que no podemos manejarlos correctamente y que no somos capaces de elegir por nosotros mismos. Uno puede dividir las aproximaciones a la libertad de expresión en dos caminos sobre cómo entenderla y cómo manejarla…
En el siglo XXI, la amenaza a la libertad de expresión no viene solamente de gobiernos despóticos o de dictadores y tiranías, como había en el siglo XX en la Unión Soviética comunista o en la Italia fascista.
Hoy, es sacrificada por gobiernos electos democráticamente en el altar de la preservación de la tranquilidad social o por otras razones definidas como el lado ‘bueno’ del mundo. Y eso es mucho más difícil de combatir, porque esas amenazas se esconden detrás de palabras bonitas y no siempre son patrocinadas por dictadores como Stalin o Hitler.
Por ejemplo, las leyes contra el llamado ‘discurso de odio’. Generalmente son un intento honesto de luchar contra el odio, pero a veces se transforman en un modo de forzar la aplicación al resto de la sociedad de normas según las cuales un grupo decide qué está bien o qué está mal. En un mundo multicultural, multiétnico y multirreligioso donde la gente tiene muy diferentes conceptos sobre lo que está bien y lo que está mal, eso es un problema serio.
Después tenemos un debate bien actual sobre las llamadas fake news o noticias falsas. Eso está siendo percibido como un nuevo concepto o un nuevo fenómeno, lo cual no es verdad. Antes se les decía ‘información falsa’, y eso es lo que es. Pero con la finalidad de darle algún tipo de nueva urgencia y quizá para generar una base legítima para penalizarlas, las fake news son vistas como un nuevo fenómeno, aunque no lo son.
Muchos gobiernos están hablando de penalizar las fake news. El problema es que nadie puede saber por adelantado qué es verdad y qué es falso. No hay una verdad final y por lo tanto el debate nunca va a parar por más que lo diga el Papa, el ayatola Jomeini o Stalin. Pero cuando se trata de penalizar las fake news, hay una creencia según la cual el Estado o nosotros, la gente de los medios, estamos habilitados para determinar a toda velocidad qué es verdad y qué es falso.
Vuelvo a citar a Flemming Rose: ‘El mundo de hoy es como una ciudad. Todos nosotros nos estamos transformando en vecinos, física o virtualmente. Hoy hay al menos 25 ciudades en el mundo donde un cuarto de sus habitantes nacieron en otros países; en Toronto es el 51%. Los celulares y los medios de transporte son más baratos y la gente se mueve entre fronteras en cantidades y velocidades nunca vistas antes en la historia de la humanidad. Más de la mitad de la humanidad tiene acceso a Internet. La mayoría de las sociedades en el mundo de hoy se han transformado en más y más diversas en términos de cultura, etnias y religión.
Y aunque nos mudemos a un país diferente, mantenemos, gracias a las nuevas tecnologías, contacto virtual o físico con la cultura, la política y todo lo demás de nuestro país de nacimiento. Por eso, mucha gente en el mundo de hoy vive en dos países a la vez’.
Y en medio de esa diversidad, hay mucha gente que cree que la fórmula es decir ‘si usted acepta mis tabúes, yo aceptaré los suyos’; ‘si usted acepta no atacar lo que es sensible o importante o sagrado para mí, yo no atacaré lo que sea equivalente para usted’. Eso suena muy bien.
Pero en un mundo diverso, donde la gente sigue a diferentes religiones, lo que es sagrado para una persona puede ser blasfemia para otra; lo que es discurso de odio para una persona puede ser poesía para otra. Así que si uno ejecuta esto de ‘si usted me acepta, yo no lo ataco’, todo puede terminar en una tiranía del silencio, porque como no va a haber ni una sola cosa que alguien diga que no sea considerada una ofensa por otra persona, entonces se puede presentar el argumento del tabú o de la ofensa para callar a la persona que habló primero.
En esto, la tolerancia es clave para vivir y discrepar sin prohibiciones y sin violencia. Pero la tolerancia es muy difícil. La tolerancia significa desacuerdos y conflictos, sin que ellos lleguen a generar violencia. A veces, de buena fe, se nos convoca a equilibrar la libertad con la tolerancia como si fueran conceptos opuestos. Y no son opuestos: salieron del mismo árbol.
La tolerancia es un marco judicial y político para manejar la diversidad y el desacuerdo. Significa que nosotros podemos vivir con cosas que incluso odiamos sin usar la violencia, amenazas o intimidaciones y sin prohibir o legislar contra las cosas que no nos gustan. Pero no significa que debemos permanecer en silencio sobre esas cosas. Al contrario: debemos poder criticar, ponernos en desacuerdo y decir todo lo que queramos.
Como dice un historiador contemporáneo, la tolerancia hace que la diversidad sea posible y la diversidad hace que la tolerancia sea necesaria. Hacia ese objetivo, me parece a mí, todos deberíamos confluir.
* Nacido en 1960, Paolillo colaboró en distintos semanarios uruguayos, trabajó en varias radios y fue corresponsal de AFP en Montevideo antes de incorporarse, en 1985, a Búsqueda, donde se desempeñó sucesivamente como redactor, secretario de redacción, editor general y director. En 2016 le detectaron un cáncer que lo obligó, meses más tarde, a dejar esa función pero sin abandonar, hasta sus últimos días, su labor como consejero periodístico, profesor de la Escuela de Periodismo y columnista de Búsqueda. Publicó su última nota, un análisis sobre la oferta política de la oposición uruguaya, ocho días atrás. Autor de los libros Con los días contados (2002) y La cacería del caballero (2004), por los que recibió los premios Morosoli, el Bartolomé Hidalgo y el Nacional de Literatura, y de numerosos artículos en los más destacados medios de habla hispana, Paolillo supo desmontar, como pocos, las falacias que los populismos emplearon para intentar justificar sus ataques contra los medios, los periodistas y las libertades. El 25 de julio pasado, una delegación de Adepa entregó a Paolillo el Premio de Honor, la máxima distinción de todas las que otorga la institución. El reconocimiento, en su caso, fue efectuado por su “extraordinario aporte a la defensa de la libertad de prensa”.