Recientes expresiones del embajador argentino ante la Organización de los Estados Americanos (OEA) generan preocupación, pues constituyen un rechazo a los valores recogidos en la propia Carta Democrática de ese organismo multilateral. Esta menciona como componentes fundamentales del ejercicio de la democracia a las libertades de expresión y de prensa.
A través de su cuenta personal en Twitter, el embajador Carlos Raimundi se refirió a una presunta agenda de trabajo de su Delegación en el contexto americano, y con referencias directas a la Argentina. Lo hizo tras reunirse de modo virtual días atrás con el Relator para la Libertad de Expresión de la OEA, Pedro Vaca. La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión forma parte del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y su labor está vinculada directamente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en Washington, Estados Unidos.
De los dichos de Raimundi, parece desprenderse que la libertad de expresión es una concesión extraordinaria de los gobiernos de la cual la ciudadanía debería estar agradecida, y no un derecho inalienable de la sociedad.
A través de la mención a un supuesto lawfare -categoría incierta, propia del discurso político y sin sustento jurídico posible en todo sistema democrático que rechace el delito de opinión- así como en su intento por condicionar y controlar la pauta publicitaria estatal y privada, el representante de la República Argentina ante el organismo interamericano ha sostenido, en nombre de nuestro país, posiciones incompatibles con el régimen jurídico y constitucional argentino e interamericano.
Su disparatada reivindicación de la teoría del lawfare viene siendo utilizada en nuestro país desde hace años para deslegitimar no sólo los procesos judiciales en causas por corrupción e incumplimiento de los deberes de los funcionarios públicos, sino la investigación periodística, una de las funciones básicas de la prensa en democracia, en tanto esta ejerce una función de auditoría social sobre los abusos en el ejercicio del poder y el manejo de los recursos públicos.
La concepción de Raimundi atribuye al Estado, y en definitiva a los gobiernos de turno, un rol de árbitro final respecto de la información que se difunde, de las opiniones que se emiten y de las críticas que se expresan, bajo el insólito argumento de que todo financiamiento de los medios, aun la publicidad privada, termina siendo estatal.
Asume de este modo, además, una tesis flagrantemente opuesta a la de la CIDH: que la publicidad oficial es un beneficio discrecional y transaccional que habilita a los gobiernos a exigir sumisión editorial, cuando es todo lo contrario: una obligación constitucional de los Estados para difundir los actos de gobierno, y por ende debe ser objetiva, transparente y editorialmente neutral.
La insistente pretensión de controlar las líneas editoriales de los medios y el llamado a una regulación estatal de las fake news y de los ingresos económicos de la prensa bajo la evocación a una monolítica idea de “pueblo”, ponen de manifiesto las dificultades y los desafíos que enfrentan los valores de diversidad y tolerancia que dan sustento a nuestras democracias.
Hace exactamente 20 años, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión. En esa declaración, se sostuvo que los “condicionamientos previos, tales como veracidad, oportunidad o imparcialidad” impuestos por los Estados son incompatibles con el derecho a la libertad de expresión reconocido en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos.
En esa ocasión, también se destacó que los medios de comunicación social tienen derecho a realizar su labor en forma independiente y que las presiones directas o indirectas dirigidas a silenciar la labor informativa de los comunicadores sociales son incompatibles con la libertad de expresión.
Se trata de principios tallados en forma indeleble en el ADN de nuestra democracia constitucional, cuyo cuestionamiento por funcionarios estatales en ejercicio de sus funciones exige de las autoridades de la República una toma de posición clara, que evite ambigüedades.