*Por Diego Garazzi

La crisis de los medios de comunicación en general y de los medios gráficos en particular atraviesa una tormenta perfecta. Los cambios de hábito en la lectura de diarios y revistas en Occidente y, por añadidura, las consecuencias coyunturales de la situación económica en nuestro orden interno, imponen para los medios periodísticos tradicionales renovadas respuestas en la colosal constelación de las plataformas digitales de la que son también protagonistas principales.

Se trata, en primer lugar, de replantear el trabajo cotidiano y sus procesos productivos. Esto incluye la modificación de antiguos hábitos laborales. Abarca desde las modalidades de la prosa periodística hasta la forma en que se diagraman los sitios digitales. Suscita reflexiones sobre las formas más atractivas de narrar historias, de modo de captar en un suspiro la atención de los usuarios-lectores, sin que se pierda un ápice de la confiabilidad sobre la que se sustenta el mayor capital de sólidas marcas periodísticas. Y, desde luego, sobre las posibilidades eficientes de monetizar el trabajo realizado.

El cambio cultural interno y externo al que se asoman los medios tradicionales es extraordinariamente desafiante. Ya no se escribe para un segmento determinado de personas. El vasto alcance generacional de las noticias posteadas en sitios digitales de medios clásicos, en redes sociales, en plataformas diversas de internet, hace crujir los formatos históricamente predefinidos de diseño, temáticas y orientación editorial, perfilados en principio para sectores determinados de la población. La prueba a la que están expuestos los medios requiere así de cualidades específicas para la creatividad, la adaptabilidad y la eficacia a fin de llegar a nuevas audiencias y retenerlas por las bondades de lo que se ofrece.

Los promotores iniciales de internet (en realidad, de la world wide web) suponían que este fenómeno haría del mundo un lugar más democrático, más justo y más libre. Los pioneros de la web, tal como la conocemos hoy, instalaron la idea de la «libertad en internet» casi como un principio irrenunciable y fundante. Creían que los actores de la red podrían gobernarse a sí mismos sin ninguna institución que los regulara formalmente.

Sin embargo, a medida que la red fue incrementando la cantidad de interlocutores, poblándose de contenidos de manera descomunal, pero descontrolada, surgieron, como tantas otras veces en la historia, las inevitables paradojas del progreso. Incomodidades, unas veces; daños de extraordinaria magnitud en otros, como por el uso que han hecho de las plataformas digitales organizaciones terroristas o estafadores financieros y, nada se diga, con derivaciones políticas indeseables, como las que estallaron en el ya célebre caso de Cambridge Analytica, en la última campaña presidencial norteamericana.

Tomando estos hechos como disparadores cobraron entidad las voces que tímidamente habían comenzado a cuestionar el aspecto comunitario de internet y el pretendido axioma de que «lo que se publica en internet es libre y accesible para todos», partiendo de una falsa interpretación del principio de «neutralidad de la red». Pero ha habido más, todavía. Una de las controversias que se ha desatado con más fuerza ha sido la de la violación de los derechos de propiedad intelectual por contenidos de toda índole ventilados en internet. Desde el aprovechamiento ilegal del trabajo periodístico de medios tradicionales hasta la usurpación de ediciones musicales y de libros, en una especie de descarnado «cuatrerismo» intelectual.

En este sentido, el mundo digital modificó radicalmente un elemento esencial que hasta hace pocos años operaba como un sutil velo de protección de los derechos de propiedad intelectual: el tiempo. En el negocio tradicional de productos editoriales impresos, los procesos productivos, tanto intelectual como industrial, se complementaban para brindar de forma espontánea protección a las publicaciones divulgadas por los medios gráficos. Es decir, un artículo elaborado, editado y publicado en un periódico o revista se daba a conocer al mercado con la publicación del producto editorial al día siguiente de su elaboración. Las radios, la televisión y el de boca en boca hacían siempre referencia al medio originario de la noticia («según publicó LA NACION?»), atribuyendo el crédito, aun de manera tácita, a quien correspondiera. Si un competidor pretendía hacer propio tal o cual artículo, vulnerando los principios legales de la propiedad intelectual, tenía que esperar la edición impresa propia del día siguiente. Pero perdía impacto en sus propósitos por las inevitables demoras del proceso productivo en los viejos tiempos.

Hoy, las cosas son diferentes. La dinámica de la reproducción es instantánea. El proceso productivo digital pone a disposición del consumidor-lector la posibilidad de contar al instante con la misma obra que acaba de difundirse por otras fuentes. Hoy, todos los medios tienen en sus pantallas internas, en tiempo real, las páginas de internet de sus competidores, con la única limitante del profesionalismo y la buena fe empresaria para decidir cómo apelar a notas ajenas.

Está ya en medio de fuertes debates mundiales, sobre todo en Europa y algunas partes de América, el significado de que los costos de elaboración periodística, que suelen crecer en relación directa con la calidad de los productos periodísticos, resulten violentados por quienes se apropian de ellos sin compensación ni autorización alguna de los titulares de los derechos respectivos.

Estamos entrando, pues, en una nueva etapa. En un momento a partir del cual se redefinirá la propuesta de valor de cada jugador y se extenderán, necesariamente, las responsabilidades eventuales por todo lo que circula por internet. La Unión Europea ha tomado la delantera legislativa en estos temas y su Parlamento ha sancionado la nueva Directiva sobre Derechos de Autor. Este instituto otorga un marco normativo interesante luego de recopilar antecedentes de todas las partes involucradas en el debate y, entre otras guías, reconoce el derecho conexo de las editoriales de prensa para cobrar a las plataformas digitales por la utilización online de contenido de periódicos y revistas o disponer la autorización para la publicación sin costo, a exclusivo criterio de los titulares del derecho.

En igual sentido, los jueces han comenzado a interpretar las normas existentes en la búsqueda de lograr la armonía entre desarrollo tecnológico, novedosos paradigmas de producción y acceso instantáneo a material audiovisual, por un lado, y la sólida defensa, por el otro, del derecho de propiedad intelectual, eje fundamental para la defensa de la creatividad y el conocimiento reconocidos en nuestra Constitución nacional. Una era legislativa más moderna, más realista y más justa, como decíamos, ha comenzado a desperezarse.

*Gerente de Legales de La Nación S.A.

 

Fuente: La Nación