Autoridades, dirigentes, colegas y amigos de ADEPA:
Como cada fin de año, es una costumbre saludable y estimulante compartir esta noche con quienes participan de la vida pública de nuestro país.
Lo atestiguan muchos de los presentes, que nos acompañan desde hace años: el clima aquí es de convivencia democrática.
La comunidad periodística se encuentra hoy con representantes de los tres poderes del Estado, del sector privado y de las organizaciones intermedias.
Y pocas cosas reflejan mejor esa convivencia que la posibilidad de encontrarnos, de escucharnos, de debatir, de coincidir y disentir, pero entendiendo y respetando las funciones de cada uno.
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Esta noche nos invita a recordar.
En un momento vamos a reconocer a referentes que tuvieron una actuación emblemática en los tempranos años de la consolidación democrática de nuestro país, hace cuatro décadas.
En este caso, referentes de dos instituciones dentro del sistema de frenos y contrapesos de una república. Uno como poder público; otro como expresión de la sociedad civil. La Justicia y el periodismo.
Sin dudas la democracia argentina fue recuperada a partir de un consenso colectivo, en un contexto histórico que lo hizo posible y con liderazgos políticos, sociales e intelectuales que fueron señalando ese camino con convicción y coraje.
Mientras el país volvía a la práctica electoral, mientras los poderes del Estado se reorganizaban, había que reconstruir algo más profundo: la cultura democrática, la confianza en las instituciones, el valor de la libertad de expresión y del debate público.
La cultura democrática necesitaba permear en los distintos estamentos y organizaciones de la sociedad civil. Fue una tarea donde confluyeron partidos políticos, el mundo laboral y empresario, el sistema educativo en su conjunto. Y también las asociaciones intermedias, como ADEPA, que inició en esos años uno de los períodos más participativos, inclusivos y fructíferos de su historia.
Para recrear su confianza en las instituciones, la sociedad necesitaba comprobar que estas podían brindar respuestas efectivas a sus demandas. Allí, jueces como los que distinguiremos ayudaron a volver a creer en la Justicia. Lo hicieron con su valentía, su imparcialidad, su apego a las garantías y su rechazo a cualquier vedetismo o revanchismo.
Finalmente, el valor de libertad de expresión y del debate público fue impulsado por una primavera periodística que ayudó a reconstruir algo vital: la confianza en la palabra. En que la verdad podía salir a la luz sin censuras ni tutelajes. En que las preguntas podían volver a formularse sin miedo.
La confianza en que el periodismo podía -y debía- examinar al poder, aun en aquel contexto frágil de transición. La clave era poder defender la institucionalidad sin que eso inhibiera la crónica de los problemas de la gestión, no sólo de sus aciertos. ADEPA y sus referentes sostuvieron entonces, con claridad y consistencia, que sin libertad de expresión no hay ciudadanía plena. Ese legado nos compromete.
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Este año los argentinos hemos podido renovar nuestra participación democrática, como sucede sin interrupciones desde 1983. La expresión de la voluntad popular tuvo una novedad que en la velocidad noticiosa quedó algo relegada: la incorporación de la boleta única de papel, que se gestó tras largos años de trabajo con la sociedad civil, desde abajo hacia arriba, como sucede con las políticas públicas más sustentables. Y con el compromiso nada menor de los medios, que en todo ese tiempo fueron vehículos para exponer las cualidades de ese instrumento electoral en términos de igualdad competitiva, seguridad y transparencia. El periodismo fue, además, un actor clave para la capacitación ciudadana en el uso del nuevo sistema.
Esa voluntad popular, expresada en todo el país en el tramo final de un año no exento de desafíos económicos, políticos y sociales, volvió a inclinarse mayoritariamente por la búsqueda de un camino diferente al del pasado, aunque reivindicando los espacios de libertad e independencia que parecen ser el signo de la época. Esos que le permitieron expresarse de manera autónoma en cada momento del año y en cada distrito electoral, que le permiten optar sin dar cheques en blanco, que le permiten abrazar valores del mérito y desarrollo personal y a la vez reivindicar logros y derechos colectivos.
Una sociedad que, pese a las dificultades del momento, sigue buscando construir normalidad, para sí y para el país. Y sigue aspirando a ciertos consensos, pese a que esta pueda parecer hoy una palabra infrecuente. Ya mencionamos el consenso democrático gestado hace cuatro décadas. Y quizás ahora estemos hablando de la voluntad de gran parte de la sociedad y del sistema político de llegar a ciertos consensos macroeconómicos, como el de la estabilidad o el del equilibrio fiscal, sin dejar de pensar en los enormes retos que implican otros consensos en los que hay mucho por delante, como los del desarrollo, la inclusión laboral, la calidad educativa o la movilidad social.
Cada medio que integra ADEPA tiene visiones propias y diversas sobre estos desafíos. Y es natural y positivo que así sea. Incluso quienes comparten lineamentos generales con esta administración al mismo tiempo exhiben matices y observaciones. Reflejan hechos y señalan problemas. Es la función del periodismo, más allá de trincheras o algoritmos polarizantes.
No se trata de poner obstáculos ni de impedir los cambios. Se trata de aportar una visión externa al fragor de la administración pública. Se trata de brindar información o de exponer situaciones, muchas veces invisibilizadas o hasta desconocidas por quienes gestionan. Se trata de encender las luces que a veces se pierden en la dinámica interna.
Ello no significa negar que el país necesita corregir distorsiones históricas, o que muchas de sus estructuras o regulaciones requieran revisiones profundas. Tampoco minimizar el riesgo de eventuales tensiones financieras. La historia reciente le enseñó al periodismo argentino a extremar su responsabilidad en momentos delicados. Y este año la profesión, en su gran mayoría, lo demostró.
Aun con las mejores intenciones, aun con las convicciones más firmes, la gestión pública siempre puede ejecutarse mejor o peor. Se pueden cometer errores y también se pueden producir desvíos. Nada es perfecto; todo es perfectible. Y es deseable, para el país y para sus ciudadanos, que además de la corrección electoral, existan correcciones en el camino. La democracia delegativa –como advirtió Guillermo O’Donnell- no deja espacio para esas voces externas y esas instancias de mejora, de enriquecimiento, de tensión positiva como las que están llamados a tener prensa y poder. En el plano político, ese modelo no deja lugar a la negociación ni a la búsqueda de acuerdos.
Por el contrario, la democracia liberal, la de nuestra Constitución Nacional, establece un sistema de garantías frente a los excesos en el ejercicio del poder, en el que cumplen un rol la limitación temporal de los mandatos, la Justicia independiente y una vigorosa libertad de expresión. Todas herramientas para ayudar a mejorar la gobernabilidad, no para obturarla.
A todos nos cuesta, en mayor o menor medida, aceptar una crítica, admitir un error, ver confrontada nuestra posición. Nadie dice que procesar las disidencias sea fácil ni agradable. Pero nadie está exento, y menos los medios y los periodistas. También nosotros tenemos que admitir que nos repliquen, nos pidan aclaraciones, nos contraargumenten y nos desafíen. Sin agresiones ni agravios, pero llevando al fondo el debate sobre hechos y opiniones. Cuanto más rico sea ese intercambio, más legitimidad tendremos a la hora de defender nuestro rol y de ratificar nuestra credibilidad.
No tengan dudas de que cuando baja la pirotecnia verbal, es más fácil volver a enfocarnos en lo esencial. Se pueden debatir reformas estructurales sin caer en extremos irreconciliables. No hablamos de debates tibios. La profundidad de los problemas que arrastra la Argentina probablemente requiera una dosis extra de pasión. Pero necesita también que esa intensidad esté puesta en la rigurosidad de los hechos y los datos, en la argumentación de las ideas, en el estudio profundo de los problemas y sus soluciones. No en la descalificación personal.
Por cierto, lo que más suele incomodar en la esfera pública no es el insulto sino la revelación de hechos y decisiones cuestionables, la exposición de verdades incómodas. La historia reciente es clara: muchas de las investigaciones que hoy se ventilan en juicios orales tuvieron su origen en el trabajo del periodismo. Un periodismo que entonces era demonizado y hostigado con todo el peso del aparato estatal. Un periodismo que no juzga ni sentencia. Y que no reemplaza jamás el trabajo de un Poder Judicial reglado por garantías procesales y estándares probatorios.
Frente a estas investigaciones, es legítimo que quienes se sienten afectados en su imagen puedan plantearlo en los tribunales. En este punto, la jurisprudencia local e internacional es clara: el honor se protege, pero cede ante el interés de la ciudadanía en acceder a información relevante. Por eso, esperamos que el nuevo Código Penal que se discutirá en el Congreso Nacional preserve la doctrina de nuestra Corte Suprema y la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condujeron a los avances legislativos de las décadas de 1990 y 2000 en la materia: primero con la despenalización del desacato y luego con la eliminación de las penas de prisión y la incorporación de la figura del interés público como exclusión de ciertas tipologías delictivas. Esa arquitectura jurídica es la que permitió el fortalecimiento del periodismo de investigación y su rol contra la corrupción y por la transparencia en las últimas décadas.
Ponerla en riesgo podría afectar a todos los ciudadanos, no solo a los periodistas. A quienes opinan en redes, a quienes critican decisiones públicas, a quienes comentan, discuten, publican o comparten información. A las organizaciones que defienden libertades y derechos civiles.
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Queremos valorar la actitud reciente del gobierno nacional de convocar al diálogo y construir puentes con otras fuerzas políticas, con las provincias, con diferentes actores de la sociedad. También tomamos nota de su promesa de evitar los insultos y las agresiones.
El periodismo no quiere ser enemigo de nadie; quiere hacer su trabajo. La tensión entre prensa y poder existe por definición democrática, y es incómoda. Pero no necesita ni debe ser traumática. Por eso, nos preocupa seriamente cuando observamos que desde otros sectores —como el fútbol— se intimida a periodistas con demandas abusivas o campañas difamatorias. Se ve que la tentación de silenciar voces excede a la política y se extiende allí donde el poder se cree ilimitado.
Quiero decirlo con claridad: el periodismo profesional no reclama un lugar exclusivo en la esfera pública. Nunca lo tuvo, ni cuando no existían internet, las redes o el complejo ecosistema digital de nuestros días.
La conversación social siempre fue plural: estuvo en las universidades, en los sindicatos, en los centros culturales, en los clubes, en las iglesias, en los bares del barrio. Siempre trascendió las paredes de las redacciones de los medios, que si querían sintonizar con la sociedad, debían estar muy atentos a ella.
Es cierto que la vida digital amplificó esa conversación. La aceleró. La volvió simultánea. La volvió global además de local. Y el periodismo convive —y debe convivir virtuosamente— con ese universo múltiple de emisores que hoy construyen la esfera pública.
Creemos que está llamado a aportar en él algo valioso: un método de trabajo, estándares profesionales, un compromiso con la verificación, una vocación por traducir la complejidad, una responsabilidad por representar a las audiencias y no solo por atraerlas. Y las empresas periodísticas son las encargadas de darle a ese oficio organicidad, permanencia, responsabilidad editorial y jurídica; de dotarlo de recursos y de estructura para respaldarlo y distribuirlo; de darle volumen y sentido editorial, con la legítima cosmovisión de cada una.
Por eso, la vigencia y la sostenibilidad del periodismo profesional no son un problema corporativo: son un problema democrático. Sin ellas, lo que se deteriora es la calidad de la deliberación pública.
Vivimos un tiempo de cambios profundos. En la geopolítica, en la tecnología, en los liderazgos. La quintaesencia de esos fenómenos es la inteligencia artificial, que desafía incluso la noción de conocimiento. Estos cambios tensionan nuestras certezas y presentan riesgos, pero también nos interpelan y pueden ayudarnos a mejorar nuestro trabajo, desde el acceso a la información hasta el procesamiento de datos.
En este tiempo de incertidumbre líquida, la función del periodismo puede ser más necesaria que nunca. Obviamente, tenemos el desafío de estudiar más, de especializarnos más, de sumergirnos más en las nuevas realidades políticas, sociales, etarias, culturales y tecnológicas. Y al mismo tiempo tenemos el desafío de ayudar a interpretar estos fenómenos tan complejos, cambiantes y en algunos casos hasta efímeros. De darles un sentido y una orientación. Y así como la prensa occidental ha sido el watchdog del espacio público analógico, también debe saber auditar los nuevos espacios públicos digitales y sus grandes protagonistas globales.
En la era digital, los medios vivimos dos disrupciones. Primero, la intermediación de nuestros contenidos por parte de las plataformas tecnológicas, que se nutrieron de ellos. Ahora, el uso de esos mismos contenidos por parte de los motores de inteligencia artificial, que se entrenan y se alimentan de lo que producimos. Ambas situaciones implican el uso de nuestra propiedad intelectual, una de las banderas de esta gestión y de los acuerdos que se están gestando con países como los Estados Unidos. Entendemos que esto debe ser parte de esa agenda.
Históricamente, las democracias liberales y occidentales favorecieron el acceso de la sociedad al periodismo de calidad. Nuestro principal sostén son los lectores, las audiencias. Por eso, facilitar y no encarecer el acceso a los medios es un camino histórico de más de un siglo, avalado por la Corte Suprema, el Poder Legislativo y nuestra Carta Magna. El sostén de los lectores a los medios es la manera más genuina de garantizar un periodismo independiente de intereses políticos o comerciales. Banderas que desde su inicio enarboló este gobierno. La publicidad digital está hoy en un 80% en manos de plataformas digitales globales. Por eso es necesario no profundizar los desequilibrios existentes y restablecer los equilibrios perdidos.
Quiero agradecer a las autoridades presentes, de los tres poderes del Estado, por sostener este espacio de diálogo. También a los representantes del sector privado, motor de la Argentina como generador de riqueza, que cree que el periodismo de calidad es un reaseguro para la seguridad jurídica, la licencia social y el clima de las inversiones. También a las organizaciones que nos acompañan, por defender derechos y libertades individuales y colectivos que configuran nuestra identidad. Esa aspiración de progreso y movilidad social que hizo de la Argentina un faro de América Latina. Y que contó con el periodismo como aliado histórico. Nuestras marcas periodísticas son reconocidas en la región y en el mundo por su calidad, por sus plumas, por sus investigaciones, por su innovación, por su capilaridad en todo el país.
Defendamos ese patrimonio intangible como una herramienta para ayudar a concretar el sueño mayor de un país desarrollado y con lugar para todos los argentinos.



