Hace poco más de dos meses, ADEPA realizó el cierre de su asamblea anual en la Casa histórica de Tucumán, el lugar donde hace 200 años se declaró la independencia. Decíamos allí que nuestro país, en buena medida, fue creado por los diarios. Fue pensado, proyectado y debatido en ellos.

Recordábamos que nuestros primeros periodistas -Vieytes, Castelli, Belgrano- fueron revolucionarios que confrontaron sus ideas políticas en la prensa. Nuestros tres primeros presidentes constitucionales fundaron y dirigieron diarios.

Los diarios, durante estos dos siglos, conformaron el espacio en el que nuestra nación se pensó a sí misma.

No todos nuestros presidentes valoraron particularmente esta relación entre la prensa y la dinámica institucional. Durante este siglo y hasta 2015, ningún presidente vino a un encuentro de ADEPA. Hace exactamente un año, cinco días después de asumir su mandato, Mauricio Macri estuvo parado en este mismo escenario durante nuestra comida de fin de año. «Gracias por la valentía con la que defendieron nuestras libertades», nos dijo el presidente.

En estos doce meses, en la Argentina se sancionó una ley de acceso a la información pública con la que dejamos de integrar -junto a Venezuela y Bolivia- el lote de tres países sudamericanos que no contaban con una norma de ese tipo; se despartidizaron los medios públicos, empleados hasta 2015 como órganos gubernamentales dedicados a desacreditar a las voces críticas; se reguló y se impulsaron proyectos de ley sobre distribución de publicidad oficial, dejando de lado un uso discriminatorio que configuró una de las prácticas más nocivas para la libertad de expresión de las que se llevaron adelante en la última década. Como decía hace un año el Jefe de Gabinete, hoy aquí con nosotros, se puso fin a «la guerra del Estado contra el periodismo».

Entre 2003 y 2015 vivimos un proceso en el que el Gobierno intentó progresivamente, y en buena medida logró, una desconexión de nuestro país con el mundo, con el presente, con la semántica, con las mediciones de la realidad. Se multiplicó el uso de términos como “cadenas del desánimo”, “fierros mediáticos”, “días D”, “prensa destituyente”. Construcciones de un discurso por parte de un gobierno que intentó desmontar los contrapesos republicanos y logró someter o silenciar a un alto porcentaje de los principales actores políticos y económicos de la sociedad. Concentró, de ese modo, un cúmulo de cuotas de poder con pocos antecedentes históricos, al tiempo que sostenía que el verdadero poder lo encarnaban los medios, complotados con la oposición política y agentes internacionales. Los medios, según el kirchnerismo, en lugar de reflejar la realidad la subvertían, y generaban los obstáculos con los que tropezaba la gestión oficial. El Gobierno pretendió controlar los canales por los que el público se informa con la intención de reemplazar la cobertura de los hechos por una narración en la que la realidad puede ser subordinada a los intereses oficiales.

Hace un año iniciamos un proceso en el que tuvimos que lidiar con las distorsiones sembradas por la anterior gestión. Poco a poco nos reconectamos con los temas sobre los que se hablaba en los países que no habían sufrido desvíos como el nuestro y nos topamos con nuevas, más sutiles pero no menos graves, amenazas para la libertad de expresión y para la subsistencia del periodismo.

La historia se aceleró, mientras los argentinos nos empantanamos en debates anacrónicos. En 2003, Marck Zuckerberg era un estudiante desconocido con pocos amigos. Hoy su empresa reúne a 1.800 millones de amigos. A dos de cada tres argentinos.

El fenómeno de las redes sociales, trasciende su capacidad de multiplicar virtualmente la fraternidad. Cito a Julián Gallo, director de estrategia en redes sociales de la Presidencia de la Nación: «Tengo la visión de que no solo estamos en las vísperas del colapso de las plataformas tradicionales de medios sino tal vez también de la web misma. Y que lo único que quede con vigor significativo sean las redes sociales. Tal vez, cuando las redes sociales alcancen un dominio absoluto, la web sea el refugio de la libertad para decir lo que queramos».

Esta visión antiutópica de Gallo, que imagina a las redes como una variante futura del Gran Hermano de Orwell, se apoya en síntomas muy preocupantes que podemos detectar en el presente.

La generación de burbujas algorítmicas que fragmentan las audiencias a partir de la correlación de sus preferencias, prejuicios y concepciones ideológicas, junto con la diseminación de información no chequeada y de rumores, sin un contrapeso suficientemente potente de un debilitado periodismo profesional, tienen un efecto profundo en la calidad y en las perspectivas de continuidad de nuestras democracias. Entre el primero de agosto y el 8 de noviembre pasados, la cantidad de interacciones de usuarios con noticias falsas superó, en Facebook Estados Unidos, a las noticias chequeadas de medios periodísticos profesionales. Tres de los cinco contenidos con formato periodístico más compartidos, en Facebook Brasil durante el mes pasado, fueron noticias falsas.

Una de las consecuencias de la fragmentación de las audiencias y de la proliferación de noticias falsas es la polarización, la acentuación de divisiones en sociedades que pierden su capacidad para distinguir la información de la opinión, para debatir, para compartir preocupaciones que integren una agenda pública, para consolidar los lazos que requiere toda nación.

En las últimas semanas, hubo múltiples referencias a la posverdad, término elegido por los Oxford Dictionaries como «la palabra del año» que “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que las apelaciones a la emoción y a la creencia personal”. Esta elección intenta reflejar un fenómeno actual en el que la verdad, concebida como adecuación de un enunciado a la realidad, importa menos que aquellos postulados que responden a aspiraciones profundas o a prejuicios y concepciones de la realidad no adecuadamente tamizadas por la razón. Si bien la historia ofrece muchos antecedentes de este tipo de construcciones, la expansión de internet fertilizó su terreno con la reproducción a una escala inédita de «noticias deseadas», de falsas convicciones que se arraigan en el imaginario social.

El periodismo jugó un rol central en la época en que nació y se consolidó, proporcionando información en una era de escasez noticiosa. Hoy, adquiere una renovada vigencia en una era caracterizada por una sobre emisión indiscriminada de mensajes que devalúan el criterio de verdad.

Las redacciones de los medios tradicionales siguen siendo las principales generadoras de información chequeada, contextualizada, jerarquizada y analizada. Elaboran el antídoto para el efecto tóxico de la desinformación dentro de nuestras comunidades. Siguen siendo las fuentes del insumo indispensable para la participación ciudadana que le da legitimidad al sistema democrático.

Los medios tradicionales atraviesan un momento complejo en el que se transforma vertiginosamente el contexto en el que se desenvuelven. Enfrentan un preocupante riesgo para su sustentabilidad. Esa amenaza impulsa a muchos a implementar recortes que atentan contra la calidad de sus productos, los obliga a cerrar sus operaciones o a vender sus empresas a actores que, en muchos casos, subordinan sus líneas editoriales a intereses extraperiodísticos o ceden a la tentación de moldear su oferta con criterios demagógicos.

La vitalidad y el rigor de la prensa tienen una relación directa con la posibilidad de las sociedades de contar con las herramientas adecuadas para distinguir lo verdadero de lo falso, lo accesorio de lo sustancial y, a partir de esas distinciones, tomar las decisiones que labran su futuro. Se trata, por lo tanto, de una cuestión que no solo debe preocupar e a los que forman parte de la comunidad periodística.

Debe preocupar a todo dirigente interesado por la salud de la democracia. A todo ciudadano que aspira a seguir siéndolo… de manera plena.