Por Norma Morandini

Tras la dictadura y el exilio, hoy caminamos en democracia con esa marca de origen. A veces circulamos entre una prensa “de los despachos”, otras independiente y valiente. Pero todavía quedan muchos desafíos.

La democracia es el sistema de la palabra: al garantizar la libertad del decir pone en juego la deliberación pública que es la que mide su vitalidad y fortaleza. El derecho democrático es inseparable de la vida republicana, o sea: el espacio público de las opiniones.

Un derecho universal que los gobernantes no deben obstaculizar y los medios viabilizar. Pero no fueron estos principios democráticos los que me educaron en mis ideologizados años universitarios en los que aprendíamos a desconfiar de la actividad para la que nos formábamos.

Veíamos a la prensa como “burguesa” y desmenuzábamos ideológicamente desde el Pato Donald a los almuerzos de Mirtha Legrand. Cuando comencé a trabajar como periodista, el primer consejo que recibí reveló otras desconfianzas: “No le digas a nadie que estudiaste en la Universidad”. Entonces, los buenos periodistas eran los que se hacían en la calle. Sin embargo, ni en las redacciones ni en las universidades se reflexionaba sobre la función de la prensa como inherente al sistema democrático.

Eso lo aprendí después. En el exilio. Había salido de Argentina, sin nombre. Las mujeres apenas podíamos firmar con las iniciales. Al regresar, volví a las páginas de Opinión de este diario, con nombre y apellido. Corría el fin de la dictadura, el país vivía la humillación de una guerra perdida, con el orden de los prontuarios, la revista Cabildo, un pasquín de la ultraderecha, publicaba una lista de quinientos periodistas entre los que también estaba mi nombre, bajo una acusación escrita en inmensas letras rojas: “Subversivos”.

En una asamblea, propuse que aquellos que no figuraban en la lista, en solidaridad, pidieran ser incluidos. ¿Para las tiranías y los autoritarios de todo color, no es acaso la actividad periodística a la que se ve como subversiva? En el fin de la dictadura, la reivindicación de la prensa como actividad democrática era toda una definición política. Sin embargo, nadie me entendió. Conservo esa sensación de los chistes mal contados.

Podía permitirme el sarcasmo o la broma de la inclusión porque venía de España, donde había tenido el privilegio de ejercer el periodismo en libertad, cuando mis colegas en Argentina vivían aún las marcas del terror dictatorial que dejó una centena de periodistas presos-desaparecidos. De modo que recuperamos la libertad con los miedos, los fantasmas del pasado y el autoritarismo adherido como una ameba.

A medida que fuimos alejándonos de esa marca de origen, el periodismo se fue despojando de la autocensura, la desconfianzas a las ideas y la opinión. El uso de la primera persona seguía vedado y los mismos colegas nos descalificaban como “opinator” a los que osábamos decir lo que pensábamos. Una concepción autoritaria que todavía confunde opinión con delación y equipara la critica a una traición. Esa dictadura de la unanimidad contaminó la prensa con espías disfrazados de periodistas, o lobbystas confundidos igualmente con periodistas.

En los años de Alfonsín, las críticas de la prensa se interpretaban como amenazas a la democracia ; en la década menemista, frente a un Presidente que se mostraba extravagante, caímos en la tentación de entretenernos con sus problemas de alcoba, las Ferrari o las patillas, sin que después se lo regresara a su investidura de Presidente para indagarle sobre la fenomenal destrucción del estado y los escándalos de corrupción.

Al igual que otras instituciones de la democracia, caminamos con esa marca de origen, entre una prensa cortesana, de los despachos, a una prensa independiente, valiente, como expresión de la sociedad que se democratizaba. Sin embargo, fue el asesinato de José Luis Cabezas el que nos recordó dramáticamente el riesgo que entraña el periodismo cuando pone luz sobre lo que está oculto y denuncia al poder. Una toma de conciencia que pusimos a prueba en la década pasada cuando nadie se hubiera atrevido a tildar de “subversivo” a los periodistas pero se seguía confundiendo prensa con propaganda y se veía a los periodistas como adversarios políticos a los que había que despreciar, especialmente aquellos que denunciaron la corrupción que hoy la justicia confirma.

Debemos reconocer a esos hombres y mujeres por su obstinación para informar al público sin amedrentarse por las condiciones adversas o la crueldad de los que insultan anónimamente desde las redes digitales. Como ya puedo mirar hacia atrás, constato que hicimos un largo camino: las redacciones se feminizaron con mujeres editoras. Las mujeres ya escribimos columnas de opinión política y ganamos conciencia sobre nuestros derechos.

Hoy los desafíos son otros. La irrupción digital, al desplazar la mediación de la prensa, confunde al bloguero con el periodista. Todos tenemos derecho a expresarnos y a producir información, pero el periodista, a diferencia del bloguero, está obligado a distinguir lo que es falso de lo verdadero en beneficio de su credibilidad.

Precisamente, la protección constitucional al trabajo periodístico para no revelar las fuentes no es un privilegio de la prensa sino de sus lectores o televidentes que tienen el derecho a recibir una información con la confianza de su veracidad. Ese privilegio de hablar por los otros exige una contrapartida, la responsabilidad. Todos los que hacemos de la palabra una forma de proyección social debemos saber que la libertad del decir no puede incitar al odio y a la violencia. La responsabilidad es con la sociedad democrática que nos da sentido y fundamento; responsabilidad con la Constitución, que nos deja decir sin que nadie nos moleste por nuestras opiniones y, sobre todo, responsabilidad con la ciudadanía, a la que ya no debemos tutelar como niños para decirle cómo pensar.

Norma Morandini es periodista, ex senadora nacional. Premio de Honor ADEPA 2018

Fuente: Clarín.com