*Por el Dr. Gregorio Badeni
Las opiniones emitidas sobre la prensa por un juez de nuestra Corte Suprema de Justicia, durante una reunión celebrada en el Rotary Club de Buenos Aires, y la sentencia impregnada de dogmatismo emitida por el juez civil Luis Alterini, condenando por daños a Infobae y Artear por ofrecer una información institucional revelan, una vez más, que proseguimos proclamando en teoría la libertad de prensa, pero no estamos dispuestos a aceptar las informaciones y opiniones que no son de nuestro agrado.
En un sistema pluralista, donde se desenvuelve una amplia cantidad de medios gráficos y digitales independientes en su línea editorial, ellos cumplen el papel de un espejo. Así lo destaca Guillermo Ignacio, un distinguido periodista argentino quien, en varias oportunidades, presidió la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa). Un espejo que procura reflejar la realidad, aunque ella nos disguste. De una realidad que, al ser conocida por el público, le permite verificar los hechos sociales para completarlos con sus impresiones personales. De esa verificación depende el grado de credibilidad que tiene la prensa en la sociedad.
Se acepta por gobernantes y gobernados que la prensa libre condiciona la subsistencia de una democracia constitucional. Conclusión avalada hace más de 60 años por un prestigioso periodista y analista político como Raymond Aron. Decía que para conocer el grado de democracia en un país, era suficiente con determinar el grado de intensidad de la prensa libre y su aceptación espontánea por la ciudadanía. A mayor libertad de prensa, mayor es la envergadura democrática. Pero también es cierto que esa libertad estratégica está sujeta a presiones y agresiones constantes que requieren asumir su defensa y diluir los estrafalarios dogmas autoritarios forjados al margen de todo enfoque empírico.
En la Argentina, debido al espíritu independiente de su población y a las cláusulas de su Constitución, existe una amplia libertad de prensa. Mayor a la imperante en los países latinoamericanos y europeos, aunque inferior a la registrada en los Estados Unidos. Pero en la alborada del siglo XXI aquellas tentativas de restricción subsisten, a veces con modalidades novedosas.
A los desvaríos totalitarios se añaden nuevos problemas. Entre ellos la agudeza creativa para superar la asfixia económica y financiera que se cierne sobre las empresas periodísticas; el afán por regular el negacionismo o el delito de opinión; exigir implantar el derecho al olvido imponiendo la censura y destrucción de los datos periodísticos; imponer servicios informativos gratuitos, particularmente por la dirigencia política; confundir la información con la opinión; la politización periodística; la sobreprotección del honor, intimidad, privacidad y derecho a la propia imagen cercenando información institucional con sus consecuentes opiniones; y el permanente espectro de la censura.
Así, en el dogmatismo que impregna la sentencia del juez Alterini está clara su visión intolerante respecto a las informaciones y opiniones emitidas por los medios con el riguroso límite de los tiempos periodísticos. Con cierta cuota de audacia imputó a Infobae y Artear difundir “noticias falsas” por afirmar o sugerir que una mujer portando una campera roja y que había sido fotografiada en actos políticos junto a Cristina Kirchner, podía ser una de las personas que agredieron al presidente Mauricio Macri en Mar del Plata. El juez, invocando la “doctrina de las noticias falsas” entendió que las aseveraciones y opiniones de los medios, respaldadas por actuaciones judiciales veraces, debían ser sancionadas. No advirtió que la falsedad presupone una conducta dolosa, con malicia, pero no un comportamiento, quizás culposo, propio del error.
La presunta damnificada, involucrada en cuestiones de relevante interés institucional, además no fue identificada, lo cual tornaba aplicable al caso las doctrinas de la «real malicia» forjada por la Suprema Corte de los Estados Unidos y la doctrina «Campillay» elaborada por nuestra Corte Suprema para eximir de responsabilidad a los medios de prensa. Sin embargo, el juez optó por acogerse a conceptos doctrinarios arcaicos que, si bien se prosiguen aplicando en algunos países europeos (como España), colisionan con las conclusiones empíricas forjadas por aquellos tribunales para preservar la libertad de prensa y el derecho a la información.
El juez, insatisfecho con semejante decisión, añadió que correspondía «trasladar a la opinión pública que sólo la información veraz sobre asuntos de relevancia pública se encuentra amparada por la libertad de información», conforme lo resuelto por el Superior Tribunal de España y prescindiendo de la jurisprudencia democrática de nuestra Corte.
Para ello impuso un acto de censura al obligar a los medios involucrados a publicar durante cuatro días que habían sido condenados «por difundir una noticia falsa», y dando a conocer el nombre de la presunta víctima que los medios mantuvieron en el anonimato. Obligar a un medio de prensa a publicar lo que no quiere publicar es censura y una violación del derecho a la propiedad privada, tal como hace décadas dispuso la Suprema Corte de Estados Unidos en el caso «Miami Herald». Criterios que no comparte el juez Alterini en su visión autoritaria.
Por otra parte, generan preocupación las expresiones del juez de la Corte Suprema cuando afirmó que el desprestigio de nuestros jueces obedece a la información y opiniones que emiten los medios de prensa. El responsable no sería el error, la impericia o inidoneidad del juez, sino «el mensajero» que formula su crítica a la actuación de los jueces brindando información o emitiendo opiniones que el ciudadano es libre de aceptar.
Sin embargo, la ciudadanía percibió que la investigación sobre los célebres cuadernos de la corrupción fue obra del periodismo que la puso a disposición de los jueces. No fue al revés como normalmente debería acontecer. Que los periodistas critican la inseguridad generada por los jueces cuando, tras varios años, emiten sentencias que bien merecían un trato preferencial por la gravedad de los temas sociales considerados.
Está claro que la mayoría de nuestros jueces no son descalificados por la prensa porque honran su juramento cumpliendo los deberes de su cargo. El aire puro no es noticia, sí el contaminado y es deber de la prensa hacer conocer el hecho para que se proceda a su reparación. Lo propio acontece con aquellos jueces que acarrean el desprestigio del órgano judicial, e inclusive con aquellos funcionarios del Poder Ejecutivo o el Congreso que, a lo largo de tres años, poco o nada hicieron en la materia. Ni siquiera de modificar la politizada ley que regula el Consejo de la Magistratura y cuya eficiencia es fundamental para la probidad judicial.
La prudencia es una virtud que nace de la sensatez. Su presencia se impone en una democracia constitucional, y así lo fija nuestra Constitución y el Estado de Derecho que organiza. En este aspecto, el juez Ricardo Li Rosi proclama que el juez, debe ser tolerante, educado y apegado a la ética republicana. Mandato extensible al periodista para atenuar la relación de tensión necesaria entre la prensa que informa a los ciudadanos y a los jueces que deben garantizar la seguridad jurídica. De tal manera se podrá soslayar la afirmación vertida por Robert Cox siendo presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa: «Considero que el principal problema que deben enfrentar los periodistas en América Latina es que los jueces muchas veces actúan con la mentalidad de las dictaduras y en muchos casos están persiguiendo a los periodistas».
*Abogado constitucionalista. Asesor legal de Adepa.